Aunque el incremento de la superficie regada de viñedo de transformación apenas ha sido de un diecisiete por ciento con respecto a la que existía en 2006, es de destacar que según los últimos datos publicados por el Mapama en su análisis de los regadíos españoles en 2016, algo más de un tercio (el 36,7%) del viñedo español de transformación cuenta con algún sistema de riego que permita controlar mejor el desarrollo de la planta, aportándole en cada momento los recursos hídricos necesarios. De hecho, el noventa y siete por ciento del regadío emplea el riego localizado, permitiendo, además sistemas de fertirrigación.
Si bien ello no evita las heladas, a pesar de que puede minimizar considerablemente sus efectos, ni la aparición de enfermedades criptogámicas; su existencia supone un importante avance en el control del viñedo y la estabilidad de la producción en un país como el nuestro donde el agua se ha convertido en uno de los bienes más preciados.
Hasta ahora, cuando escuchamos hablar del cambio climático y sus posibles efectos sobre la producción vitícola tendemos todavía a relacionarlo con las temperaturas, especialmente las olas de calor, obviando o pasando muy de puntillas sobre una cuestión como es la sequía. De hecho, aunque todavía son pocas las bodegas españolas que identifican sus vinos con la emisión de dióxido de carbono (CO2) y las que han implementado sistemas de control para su medición. Son muchísimas más de las que lo han hecho sobre el control del agua y su identificación mediante la llamada huella hídrica. Ya sea porque su control resulta mucho más complicado, o porque en dos tercios de la superficie no existe posibilidad alguna de actuar sobre ella al encontrarse en secano, o porque la inclusión de un nuevo imagotipo en la etiqueta no haría más que aumentar el desasosiego de un consumidor que ya comienza a comparar la etiqueta de un vino con la de un prospecto de un producto farmacéutico. El caso es que no es tema que parezca preocupar mucho a la industria vitivinícola. Y debería hacerlo.
Quién sabe si tanto la huella hídrica como la de carbono pudieran ser una ayuda en ese camino que nos acabe conduciendo al 2025 exitosamente. Momento para el que el Observatorio Español del Mercado del Vino considera que España se acercaría a la primera posición del mundo a nivel exportador, no ya solo en volumen (que ya lo somos), sino también en valor, alcanzado cifras de 32 millones de hectolitros y 4.700 millones de euros.
Cifras que fueron presentadas recientemente en su jornada de internacionalización y complementadas perfectamente por el análisis efectuado por la MW Sarah Janes Evans en el que ponía de relieve dos de los grandes problemas que tiene nuestro sector para mejorar su posicionamiento internacional de los vinos finos: pocas referencias y volúmenes insuficientes para garantizar los suministros.
Vender la mitad de referencias en este tipo de vinos súper icónicos que Australia o diez veces menos que Italia, es un importante problema al desarrollo de esa vía con la que tanto soñamos desde el sector de mejorar el precio medio de nuestras exportaciones. Pues aunque cuando hablemos de exportaciones nos estemos refiriendo a volúmenes y esto sea en sí mismo una contradicción con la misma definición de este tipo de vinos “finos”, la percepción de valor que pueda existir en el mercado de origen está muy relacionada con el número y variedad que acabe ofertándose de estos vinos emblemáticos.
Y aunque las estrategias por las que desarrollarlos y comunicarlos nada tienen que ver con las que puedan ser convenientes para recuperar el consumo interno, no estaría de más que nos preguntáramos si lo que se busca al consumir una copa de vino es saciar la sed o satisfacer el alma.