Teóricamente, a la pregunta sobre qué derecho prevalece ante un teórico conflicto de intereses entre la producción y el consumidor, el espíritu de la Ley nos llevaría a responder, tajantemente, a favor del consumidor. Elemento principal a proteger en cualquier cuestión, adquiriendo especial notoriedad en aquellas relacionadas con la salud y la ingesta, también de las bebidas alcohólicas.
Esto, que parece tan obvio, no lo es tanto si atendemos a lo sucedido con los diferentes “apellidos” con los que, desde hace algún tiempo, se están acompañando al Vino. Producto rico en matices y tipologías y especialmente proclive a la búsqueda de “palabros” que lo adjetiven en la orientación de la cualidad que se pretende destacar de cara al tipo de consumidor al que va dirigido.
Tampoco es que los cambios en los hábitos de consumo que se han producido en la sociedad moderna e industrializada, fuertemente ligados hacia una mayor sensibilización ante el respecto al medio ambiente, o aspectos saludables sobre la salud de los productos ingeridos, hayan contribuido de forma positiva a que estos términos que pretenden apoyar la descripción del producto hayan ayudado.
Y así, hemos pasado de tener una palabra universal con la que definir “el alimento natural obtenido exclusivamente por fermentación alcohólica, total o parcial, de uva fresca, estrujada o no, o de mosto de uva: VINO”. A vernos en la necesidad de emplear toda una serie de apellidos con los que, supuestamente, ayudar al consumidor a identificar el producto en su presentación y designación en el “etiquetado” que facilite su elección.
Decisión no siempre acertada y que, junto con una inacción de las autoridades competentes, entre cuyas funciones está la de velar por la defensa del consumidor (también en el rigor del etiquetado de los productos), ha provocado que hayamos llegado a un punto en el que, unos pocos, sin más intención que la de presentar sus productos de manera diferenciada para facilitar su elección al consumidor (que busca ese producto elaborado bajo unas condiciones muy concretas), han llevado al resto de productores a alarmarse y reclamar una regulación ajustada.
Y si, en defensa del legislador, bien podríamos argumentar que la sociedad siempre va por delante de las leyes y que estas nacen de la necesidad de ordenar una realidad; bien estaría que, consciente de la problemática existente, tomara cartas en el asunto y legislara en defensa de un mayor rigor en el etiquetado, que garantice la información veraz y ajustada del producto, situando la defensa del consumidor como eje central sobre la que pivote cualquier actuación.