Siempre se ha dicho que no por más repetir las cosas son más reales. Y sin ánimo de cuestionar tal afirmación, también podríamos decir que las cosas que no se comunican no existen. No se asusten, que no tengo ninguna intención de aburrirles con disquisiciones filosóficas sobre la importancia de la comunicación, o el papel transcendental que jugamos en todo esto los medios. Eso lo dejo para encuentros más cercanos, cuerpo a cuerpo, en el que poder discutirlo. Me estoy refiriendo a algo tan sencillo como a lo que el sector del vino comunica, cómo lo hace, con qué lenguaje y de qué forma.
Es bastante evidente, al menos desde luego para mí, que el vino de hoy tiene muy poco que ver con el de hace unas décadas, no ya solo en cuestiones como los momentos y cantidades consumidas, sino incluso por sus propias características, eso que algunos se empeñan en llamar calidad e intentan justificar con contraetiquetas o precios más altos.
Lo que ya no tengo tan claro es si resulta tan evidente el papel que en este cambio han jugado las bodegas a la hora de “hablar” con los consumidores. Los cambios en las características técnicas de los vinos, sus envases, cierres, etiquetas, tamaños, lenguaje, promoción,… formas todas ellas en las que se entabla un diálogo con los consumidores y que muchas bodegas e instituciones se empeñan en circunscribir a los mensajes publicitarios, olvidándose de que su packaging y el responsable de recomendarles un vino son la forma más directa que tienen para establecer ese diálogo con los consumidores.
Cada vez son más los que “gritan” que los mensajes hay que actualizarlos, que los motivos por los que se adquiere una botella de vino han cambiado, que el momento de su consumo también; incluso el número de personas para las que va destinada una botella con el consiguiente efecto en su capacidad. Pero más importante que todo esto (que lo es, y mucho), es el superar de una vez por todas esos mensajes en los que tecnicismos y vocablos incomprensibles para la mayoría de las personas intentan convencernos de que el vino es algo que está mucho más allá del único motivo por el que un consumidor ha comprado una botella: pasar un buen rato, y si es posible, que se convierta en inolvidable.
El vino es eso: felicidad, placer, emociones, recuerdos…
¿Lo han entendido las bodegas, las organizaciones o las administraciones? Pues las hay que sí, pero todavía son muchas que no, que siguen empeñadas en hacernos saber de polifenoles, robles, resveratrol, suelos o viñedos.
Si no quieren escucharnos a nosotros, no lo hagan, pero sepan lo que dicen a los que más han reconocido mediante galardones por su labor en la recomendación de vino. Lean lo que dicen sobre lo que buscan los consumidores que hasta ellos llegan y verán como existe un gran entusiasmo por el mundo del vino, pero también un gran cansancio por la forma en la que se les está intentado convencer.