Si les dijera que actualmente nos encontramos, literalmente, desbordados por los palmareses de los diferentes concursos que se celebran en el mundo, y en los que los vinos españoles tienen una considerable relevancia, seguro que algunos de ustedes pensará que exageramos, que no será para tanto. Lo es. Para eso y mucho más.
Pero el motivo de sacar a colación el tema de los concursos, podrán imaginarse que no es lamentarme de si tenemos que trabajar de esta o aquella manera. O encontrar la forma de que todas las bodegas españolas que han conseguido sus objetivos, que en un concurso no es otro que alcanzar notoriedad con una medalla, no vean frustradas sus aspiraciones.
Me detengo esta semana en los concursos de vino porque corremos el peligro que dar al traste con algo que, hasta la fecha, ha funcionado bastante bien para determinados mercados y tipo de vinos, y que ahora la proliferación discriminada de los mismos puede llegar a ocasionar una grave crisis.
Soy perfectamente consciente de que regular este asunto es, en sí mismo una entelequia. Pues si bien hay organizaciones internacionales que viendo el problema llevan muchos años intentándolo, con estrictas condiciones para su celebración. Su cumplimiento no es obligatorio más que para aquellos que voluntariamente se adhieren, sin que el mensaje que llega al consumidor sea capaz de ir más allá del nombre del concurso y la categoría de la medalla. Todo lo demás, lo que verdaderamente le da valor a ese “sticker” que los consumidores encuentran en la botella, es totalmente ignorado por el noventa y nueve por ciento de los que los compran.
Es totalmente incuestionable que la mayoría de los consumidores de vino del mundo necesitan alguna herramienta que les permita discernir entre los vinos ante los que vale la pena detenerse y probar y aquellos otros que directamente se pueden ignorar. Y que al igual que lo son las opiniones de los críticos, las revistas especializadas, guías, etc., los concursos juegan un papel preponderante en esta decisión de compra.
Podemos entrar en discutir cuál es el más prestigioso, atendiendo al número de muestras recibidas, al impacto que según las grandes cadenas de distribución mundiales provoca en las cifras de venta, en la especialización en un tipo de vino o una variedad; incluso en los que se celebran dentro de una misma indicación de origen protegida. Y para todos ellos encontraríamos algún argumento a favor y en contra, sin que el que les habla, a pesar de participar en un buen número de ellos fuera capaz de elaborar un ránking, ni tan siquiera de señalar aquellos dignos de ser tenidos en cuenta y los que no.
En mayor o menor medida todos tienen su público y, consecuentemente, cubren las pretensiones de las bodegas que se gastan su dinero en ellos. Pero nada de todo ello es óbice para que recapacitemos sobre la saturación que podemos estar generando en unos consumidores que, al menos en su inmensa mayoría, desconocen, ni tan siquiera, que cada concurso tiene su propio reglamento y que no necesariamente son homogéneos.