No hay foro dedicado al sector vitivinícola en el que no evidencie el delicado momento que atravesamos y las numerosas amenazas qué sobre él y su futuro se ciernen. Especialmente por su condición de bebida alcohólica y, por extensión, percibida como perjudicial para la salud. Haciendo necesario, en opinión de nuestros políticos (hasta no sabemos muy bien qué nivel) disminuir su consumo.
La escasa, y en ocasiones inexistente, rentabilidad de su cultivo tampoco contribuye a combatir la falta de relevo generacional y la necesidad de avanzar hacia un sector más profesionalizado.
Esto ocurre pese a los estudios científicos sobre el cálculo de costes de producción, que deberían servir como base para construir una cadena de valor sólida. Sin embargo, esa cadena sigue siendo inexistente debido al desproporcionado poder de las partes: una oferta fragmentada y, en muchos casos, enfrentada; una distribución todopoderosa que, con absoluta falta de compromiso, no contribuye a aumentar el valor de nuestros vinos; y leyes de comercialización esperanzadoras, pero utópicas, que no logran establecer condiciones efectivas para aplicar medidas de intervención en el mercado que sostengan los precios.
Tampoco están funcionando, si entendemos por funcionar aumentar el consumo de vino en nuestro país, las campañas que a tal efecto se están llevando a cabo. Los nuevos consumidores muestran poca permeabilidad a mensajes que, en algunos casos, parecen desfasados y se centran en una bebida alcohólica dominada por tópicos “viejunos”, lo que resulta ineficaz para captar su atención.
El caso es que, por una razón u otra, los cambios en el sector se hacen necesarios y las consecuencias que tienen sobre sus estructuras productivas, tanto en el lado vitícola como vinícola, llevan preocupando un tiempo y encendiendo todo tipo de alarmas sobre las derivadas que pudiera acabar teniendo. Especialmente en una Unión Europea caracterizada por su escasa flexibilidad y exceso intervencionismo. Lo que hace más preocupante la traslación del todopoderoso poder europeo hacia otras latitudes, tanto en producción como en consumo.
Medir la salud de un sector es siempre complicado. De cualquiera, pero especialmente de los agrícolas, a cuyas circunstancias de producción se suman los imponderables de una naturaleza cuyo comportamiento es cada vez más errático, y que, en los últimos tiempos, está siendo menos previsible que nunca y con efectos más incisivos. Largos periodos de sequía, a los que suceden lluvias abundantes, heladas en periodos hasta ahora imposibles o devastadoras tormentas de granizo. Episodios climáticos a los que estamos habituados, pero no así a su virulencia actual.
Y, aunque la experiencia nos dice que la pérdida de hectáreas no es sinónimo de disminución de la producción (más bien todo lo contrario), bien podría ser un catalizador del futuro del sector. Y los resultados, aunque provisionales, del avance de la Esyrce del 2024, en los que perdemos casi un 1,9% de la superficie con respecto al pasado año que ya fue malo, con especial incidencia en las hectáreas de regadío que pierde casi el doble, hasta llegar al 3,56%, unido a la solicitud de primas por abandono de viñedo; anuncian posibles cambios estructurales de calado.