Calificar de malos los momentos que nos están tocando vivir sería tanto como reconocer que los hemos tenido mejores. Y aunque posiblemente pueda ser así, lo cierto es que nos costaría encontrarlos. Pues, si no ha sido por una cuestión, ha sido por otra, el caso es que este sector anda en constantes problemas. Situaciones en las que nunca llega la sangre al río, pero que lo van minando poco a poco.
Un buen ejemplo de este desgaste que sufre, bien podría ser la superficie de uva de vinificación, que, si bien, año a año, pudieran parecer irrelevantes las mermas, cuando cogemos un histórico de veinticinco o cincuenta años, observamos una pérdida brutal de masa vegetal. Tanto como inadmisible para un país como el nuestro, en el que los cultivos alternativos a la viña no son muchos en gran parte de su geografía.
A la falta de rentabilidad que lo viene caracterizando y que se ha convertido en un mal endémico del sector, del que todos son conscientes que hay que salir (pero nadie sabe muy bien cómo), se unen ahora las posibles alternativas económicas que se le presentan a unos viticultores cansados de confiar en que las cosas cambiarán y cuyas nuevas generaciones van apretándoles sin más interés por las tierras que encontrarles una utilidad más acorde a lo que requeriría cualquier actividad empresarial.
Los tiempos en los que se cultivaba el viñedo como un pequeño jardín familiar han cambiado. El cultivo de la viña debe ser rentable por sí solo y generar, aunque sea mínimo, un beneficio sobre unos costes en los que deben estar incluidos los salarios de la dedicación del propietario.
Con las vendimias y la obligatoriedad de firmar los oportunos contratos de compra venta de la uva en los que figure claramente el importe pactado, retorna la polémica de los bajos precios y se pone de manifiesto la imposibilidad, en muchos de los casos, de cumplir con una Ley de la Cadena de Valor que exige un precio mínimo por encima de los costes de producción, pero que difícilmente puede ser aplicada ante la “necesidad” de muchos viticultores de quitarse la producción de encima.
Y ante esta falta de rentabilidad aparece el fantasma de la carencia de relevo generacional. Y, tras él, volvemos a tiempos, que creíamos pasados, de solicitar ayudas por el arranque definitivo del viñedo como compensación de esa especie de “deuda histórica” que tiene el sector con sus viticultores.
Natural, posiblemente. Lógico, seguramente. Pero, eficaz para resolver el problema, no parece que lo sea. Y podría abrirse una grieta muy peligrosa por la que no sabemos cuánto podríamos perder.