Las Indicaciones de Calidad: Denominaciones de Origen (D.O.) e Indicaciones Geográficas (I.G.P.), como se conocen en España, son un patrimonio a proteger, cuidar, mimar y potenciar. O eso al menos me parece a mí.
De todas las posibles figuras que existen en este sector, son sus vinos amparados los que mayor valor aportan al sector, los que mejor representan una zona de producción, los que garantizan que la creación de riqueza se queda en el territorio, los que más población fijan y los que llevan hasta sus términos más extremos la política verde, apoyada en la sostenibilidad. Pero una sostenibilidad real, sustentada en sus tres patas: medioambiental, social y económica… Y así podríamos seguir con un largo etcétera, prácticamente interminable.
Como si todo esto no fuera suficiente motivo para protegerlas y mimarlas. Agrupan productores de todo tipo y tamaño, permiten a microbodegas compartir escenario y valores con grandes empresas, promueven el turismo de sus zonas con unos visitantes cada vez más interesado en la gastronomía, de la que forma una parte indispensable el vino.
Vistas desde el punto de vista del consumidor, tampoco resulta un tema baladí. Garantizan una trazabilidad avalada por la certificación de sus contraetiquetas, potencian la diferenciación como generadora de valor y elemento potenciador de la calidad. Generan una clasificación que es utilizada como segunda escala de elección, sólo después de la variedad, en los niveles más básicos de la cultura vitivinícola. Definen sus paisajes y favorecen la conservación y promoción (en muchos casos también la recuperación) de los mismos.
Aun así, o quizás precisamente por ello, son atacadas, utilizadas de manera fraudulenta por algunos países que no las reconocen, pero las emplean en sus propias elaboraciones, confundiendo al consumidor que cada vez debe desenvolverse en un entorno más internacional en el que resulta muy complicado andar explicándole las cosas.
El vino es un producto agrícola, sus bodegas, a pesar de su estructura industrial, tienen un ADN ligado a la tierra. Son gestionadas con criterios de sector primario y altamente sociales. Como así lo evidencia la alta concentración de la producción en cooperativas.
El vitivinícola es el único sector intervenido de la Unión Europea y de los pocos, por no decir el único en muchos casos, viable en muchas zonas de nuestro país. Un cultivo cada vez más expuesto a largos periodos de sequía, lluvias torrenciales y tormentas de granizo más frecuentes, heladas tardías u olas de calor más largas y habituales.
Es por ello, y por todas las amenazas que se ciernen sobre él y que están ligadas a dos aspectos fundamentales, uno relacionado con su propia definición como bebida fermentada y que es su contenido alcohólico, y otro a la fuerte vinculación que su consumo tiene con los cambios sociales (directamente relacionados con los momentos y frecuencias de consumo); que hemos de presentar batalla.
Un entorno en el que cuestiones que parecían dogmas de fe han sido cuestionadas, como pudiera ser la propia libertad de movimientos, una pandemia mundial, la alta dependencia de otros países, situaciones geopolíticamente muy preocupantes…
Todo esto nos obliga a ser mucho más beligerantes en la defensa de este sector y las Indicaciones de Calidad destinadas a jugar un papel catalizador en esta tarea.