Necesitamos un cambio ordenado

La práctica totalidad de los informes elaborados sobre el sector vitivinícola mundial y sus perspectivas en el corto y medio plazo apuntan hacia un estancamiento en el comercio; acentuado por el descenso en el consumo y atenuado por unas bajas producciones.
Cuánto de esto ha venido para quedarse y cuánto tiene su origen en las tensiones inflacionistas, pérdidas de poder adquisitivo y temor ante la escalada de conflictos internacionales son variables que pueden hacer cambiar radicalmente el pronóstico o enfatizarlo de manera preocupante.

Escenario que, previsiblemente, nos ha de conducir a una reorganización sectorial a nivel mundial. Pero que, no obstante, presenta grandes oportunidades para el vino español. Aunque ello pudiera resultar tremendamente complicado por la atomización que sufre, pero, especialmente, por la falta de liderazgo de una entidad (administración) que lo coordinase.

Sabemos, porque nos lo han repetido hasta la saciedad, que somos el primer país del mundo en superficie vitícola de uva de transformación, así como en cultivo ecológico. El que más volumen exporta, aunque esa posición pueda variar según el año con Italia (o una parte muy importante de este vino vaya a ser luego reexportado). También, el que más barato lo hace, con una gran diferencia sobre los demás.

Somos conscientes de que los recursos hídricos son nuestro gran talón de Aquiles en la producción y la profesionalización, especialmente, pero no sólo, en la comercialización, nuestra gran asignatura pendiente.

Sabemos que tenemos a las puertas de nuestras explotaciones vitícolas y vinícolas, un relevo general con criterios mucho menos románticos y mucho más economicistas; donde la dedicación debe ser retribuida.

Contamos con planes de apoyo de la Unión Europea para financiar la gran mayoría de medidas que habría que abordar, aunque ello pueda resultar muchas veces farragoso.

Pero nos falta creérnoslo. Y, de forma muy especial, que nuestras administraciones así lo vean.

Cuestionar el carácter alimenticio del vino en la sociedad actual puede tener sentido. Señalarlo de forma acusadora por su contenido alcohólico como fuente de un problema de alcoholismo, bajo el que justificar su desprecio y la ausencia de apoyo a su desarrollo, ignorando lo que supone de cara a la fijación de la población, el mantenimiento medioambiental y su contribución a la generación de riqueza donde se cultiva y elabora, una actitud torticera e interesada.

El futuro de nuestro sector pasa, de manera irremediable, por una valorización de nuestros vinos. Lo que no necesariamente significa que sólo tengamos que elaborar vinos premium. Pero sí generar el suficiente valor para que la cadena de valor se forma de una forma natural y no inversamente, como sucede ahora.

Los cambios acabarán produciéndose de manera inexorable y tendrán consecuencias sobre nuestra estructura productiva: superficie y bodegas. Decidir si lo hacemos de una forma ordenada y planificada, o caótica y traumática sólo depende de nosotros. Aunque, mucho me temo que, para poder hacerlo de esa forma ordenada, es necesario contar con una coordinación de la que no sé muy bien si disponemos.

Más sencillos y baratos

Las existencias de vino y mosto se encuentran en mínimos históricos: 50.181.484 hectolitros. Los operadores se las ven y se las desean para encontrar vinos blancos, no hablemos de los mostos para los que apenas ya hay mercado. Los vinagreros se lamentan de que se apliquen medidas de destrucción de producto cuando los precios suben haciéndoles cada día más difícil encontrar materia prima con la que elaborar sus productos. Los políticos aseguran que llegarán a la próxima vendimia con las bodegas vacías. Y para animar la situación, las administraciones ponen en marcha medidas encaminadas a restar producción con la aplicación de la vendimia en verde en algunas regiones. Y así podríamos seguir con un buen número de indicadores, todos ellos en la misma dirección.

La sensación es que el sector se encuentra inmerso en una grave crisis de consecuencias imprevisibles. Acercándose mucho a una reducción notable del potencial productivo de la Unión Europea. Y ya sabemos esto lo que quiere decir: menos producción igual a muchas menos hectáreas y más pueblos despoblados.

Me resultaría mucho más sencillo, para intentar explicar lo que sucede, sumarme a la opinión más generalizada y que señala a la reducción mundial del consumo de vino como causante de todos nuestros males. Podría incluso intentar consolarles diciéndoles que se trata de una situación generalizada que también les pasa a franceses, italianos, portugueses… pero también asiáticos y americanos, en sus dos hemisferios.

Pero nada de todo esto respondería a la pregunta más importante: ¿estamos frente al suelo de un diente de sierra propio de cualquier mercado o la situación es mucho más preocupante y tenemos que estar hablando de un cambio de ciclo con un consumo de vino mucho menor?

A mí me gustaría pensar que estamos hablando de un diente de sierra normal de cualquier ciclo económico. Agravado, es verdad, por una situación económica y geopolítica complicada. Donde la reducción de la capacidad de gasto de los consumidores ha traído como consecuencia la renuncia al consumo de bienes que resultan prescindibles. Y el vino es uno de ellos.

Y, en cuanto a por qué afecta más a tintos que a blancos y rosados. Pues, siguiendo con mis elucubraciones, discutidas y, probablemente, equivocadas, por varias razones, entre las que destacan: la sencillez del producto, como lo es que los tintos que más se demandan son los menos concentrados; pero de manera muy especial, por su menor precio.

Tomando como fuente las exportaciones, el precio del litro del blanco con D.O.P. envasado ha sido en 2023 de 4’13 vs. 5’22 del tinto /rosado. Si nos referimos a envasados sin D.O.P. 1’13 vs. 1’49. En varietales envasados 1’62 vs. 1’80 y con IGP envasado 0’81 frente 1’36. No habiendo ninguna categoría, ni envasado, ni BiB, ni granel en que esta circunstancia no se repita. A pesar de que el mercado de blancos esté sobre un cuarenta por encima del de los tintos.

 

Por una transición ordenada

Es cierto que no vivimos momentos fáciles en el sector, tampoco en la agricultura en general. Basta echar un vistazo a la calle para escuchar los gritos de protestas de unos ciudadanos que se declaran totalmente incapacitados para seguir adelante con su actividad agraria y que sólo reclaman un poco de respeto a su trabajo.

Respeto que pasa, necesariamente, por una rentabilidad que les haga posible vivir con dignidad de su trabajo, permitiéndoles defender su producción en condiciones de igualdad y competitividad.

También es verdad que, poco a poco (casos mucho más relevantes informativamente hablando, al margen), el cansancio empieza a hacer mella en sus ánimos y, cada día, son más sordas sus proclamas y menos notorias sus protestas.

Pero, lamentablemente, los problemas siguen siendo los mismos, salvo pequeños detalles que todavía tendremos que ver plasmados en un documento para saber qué hay detrás exactamente de esas promesas de reforma.

¿Conseguirán los políticos, los nuestros y los de la Unión Europea, pasar de soslayo por esta oleada de protestas y conformar un nuevo Parlamento Europeo sin haber afrontado el relevo generacional y despoblación que hay detrás de esta situación?

Confío en que no. Pero, si he de ser sincero, me temo que sí que pudiera ser. Pues, como en toda protesta, el tiempo juega en su contra y éste está siendo muy bien gestionado por quienes tienen el poder de tomar decisiones y aplicar medidas.

Si lo prefieren, podemos centrarnos en los problemas actuales del mercado: hablar del consumo interno, del volumen de nuestras existencias, la marcha de las exportaciones o el esfuerzo comercializador de nuestras bodega y cooperativas.

Pero, nada de todo esto tiene verdadera importancia si lo comparamos con las consecuencias que pudiera tener sobre el sector vitivinícola, especialmente el español (pero está en juego el propio europeo). Si no somos capaces de entender que las reglas de juego en el mercado mundial han cambiado. También lo han hecho los consumidores con sus gustos, momentos de consumo y cantidades.

Y que todo ello requiere poner la luz larga y mirar al futuro con mucha más ambición y criterio que lo que conlleva la mera toma de medidas inmediatas que solucionen un problema puntual, pero dejan sin orientar hacia dónde debe ir el sector vitivinícola.

Sostenibilidad, economía circular, cadena de valor, burocracia, libre competencia, cláusulas espejo, valorización… Son grandes conceptos que todos coincidiremos en señalar como objetivos prioritarios. Pero ninguno de todos ellos se alcanza porque sí. Todos requieren de una transición.

Que esta evolución sea de forma ordenada o salvaje. Pautada, con una hoja de ruta consensuada por todo el sector, o impuesta por el mercado. Que permita la ordenación del potencial vitícola y la producción, o conlleve el abandono de viñedo, desaparición de bodegas y cooperativas y despoblación de amplias zonas rurales; aún depende de nosotros.

No dejemos pasar un tren que tiene escasas estaciones por alcanzar hasta su fin de trayecto.

Las protestas pasarán y el sector seguirá sin solucionar el grave estructural que presenta

Si por algo se caracteriza el sector agrícola es, precisamente, por la oscilación de sus producciones. Sujetas a factores climáticos, ajenos a la intervención humana, hacen que sus curvas de precios presenten dientes de sierra de cierta profundidad. Vaivenes que, si bien son asumidos por los viticultores como naturales, presentan una preocupante tendencia negativa que cuestiona seriamente el futuro del sector tal y como lo entendemos en la actualidad.

Aplicar medidas puntuales (como destilaciones de crisis o vendimias en verde) para problemas circunstanciales resulta muy conveniente. Incluso cuando estamos hablando de situaciones tan especiales como fuera la declaración de una pandemia mundial en 2020 que supuso el confinamiento de la población por primera vez en la historia. Pero resultan totalmente inútiles ante aquellos problemas estructurales relacionados con un cambio en los hábitos de vida, consumo, alimentación y preocupación por cuestiones medioambientales o relacionadas con los efectos que sobre la salud pudiera tener la ingesta de alcohol.

Son muchos los estudios, de los que desde este medio nos hemos venido haciendo eco y difundiendo, que nos avisan de que el consumo de vino disminuirá, que ello irá acompañado de una reducción de la producción y un abandono de viñedo.

Para el supuesto de que estas proyecciones no estuviesen erradas y acabara sucediendo lo que se prevé, yo me pregunto: ¿cuál sería el país o el tipo de producto que más se vería perjudicado, ¿el de un alto valor añadido ganado a base prestigio y representatividad social, o el de bajo precio y perfectamente sustituible por otras alternativas?

Y, aunque tengo mi opinión, no creo que importe mucho. Casi mejor, sean cada uno de ustedes los que contesten a esta pregunta, Eso sí, por favor, no lo hagan sólo con un éste o aquél. Intenten ir poco más allá en sus reflexiones y busquen cuál sería la mejor forma de hacer que ese escenario no sucediese y, si fuera ineludible, cómo llegar a él de la forma más ordenada y coherente posible para que saliésemos victoriosos de esta situación.

Y, si no es abusar demasiado, si es posible, hacerlo de forma individual o, mucho mejor, colectivamente.

Las protestas que invaden nuestras ciudades y dificultan nuestra cómoda vida, que están llevando a cabo los viticultores, pasarán. La Comisión Europea, con más o menos celeridad y acierto, flexibilizará los trámites burocráticos y condiciones de aplicación de las medidas contempladas en el paquete de Intervención Sectorial Vitivinícola (ISV)…

Pero nada de todo esto solucionará nuestro problema de fondo