Llegan las Navidades y, con ellas, momentos frenéticos de ventas en las bodegas. El carácter festivo del vino le confiere un protagonismo especial en unas fechas en las que la preocupación por el gasto pasa a un segundo plano y todos, cada uno dentro de nuestras posibilidades, hacemos un esfuerzo por darnos un homenaje con vinos a los que, tal vez, les hemos dado la espalda el resto del año.
Aun así, la caída del consumo mundial sigue ahí y las consecuencias que pudiera acabar teniendo sobe la vitivinicultura, en forma de una peligrosa espada de Damocles, resultan todavía impredecibles.
Hasta no hace mucho, todo era una cuestión de oferta y demanda, oscilaciones propias del mercado que debía ir ajustando precios en función de la producción (cosecha) y demanda. Destacando una fuerte componente internacional para todos los grandes productores mundiales (Francia, Italia y España), pero especialmente relevante en nuestro caso.
Vender fuera lo que no somos capaces de consumir en nuestro país, no es, en sí mismo, nada malo. Hacerlo a bajos precios, con comportamientos más propios de commodities que de verdadero valor de producto, lo es mucho más. Pero es lo que hay.
Los problemas vienen cuando esos compradores que se acercan a nuestros vinos “por precio”, tienen problemas para colocar su producción y acaban obligándonos a asumir como nuestros sus desequilibrios, trasladándonos problemas de comercialización sobre los que no tenemos ninguna posibilidad de actuar.
Que nuestro consumo baje de 9’713 millones de hectolitros del interanual a septiembre, según datos del Infovi, a 9’530 Mhl en octubre, no es un problema. Que con motivo de la pandemia perdiésemos medio millón de hectolitros (0’454) hasta situarnos en 10’634 Mhl, pudiera ser más preocupante, pero tampoco algo insalvable. Sin embargo, el hecho de que desde marzo’22 cayésemos a plomo hasta situarnos en el entorno de los 9’6, pozo del que no conseguimos salir, sí pudiera ser algo más que una situación circunstancial.
Pues, aunque siempre tendremos una guerra a la que echarle la culpa (o un desboque de la inflación), los daños que ocasionan en el consumo de vino son mucho más prolongados en el tiempo y profundos en los hábitos de consumo.
Que los gustos de los consumidores ahora se decanten por vinos más frescos y que los tintos estén teniendo más dificultades para ser comercializados que blancos y rosados; son circunstancias propias del mercado que, sin restarle ni un ápice de importancia, no tendrían que ser una traba para el conjunto del sector.
El desafío está en que lo que se está produciendo no es un traspaso de un tipo de vino a otro, sino que estamos perdiendo un tipo de consumidores que, a juzgar por las categorías de vinos que más están sufriendo (los envasados con denominación de origen); son los que más gastaban y apostaban por marchamos de calidad garantizados.
¿Para siempre? Pues no tengo respuesta para ello. Pero ya son muy variadas y de diferentes países las organizaciones que reclaman estudiar la aplicación de medidas tan radicales como el arranque de viñedo. Cuando los efectos sobre las cosechas que estamos teniendo en los últimos años, de pérdida de producción, no es posible concretar si se tratan de un efecto del Cambio Climático, debiéndose considerar como irreversibles, o una consecuencia cíclica propia del clima.