Reducciones de producción como consecuencia de comportamientos climáticos anómalos que se repiten y afectan gravemente a la cosecha, favoreciendo la proliferación de enfermedades criptogámicas o impidiendo la dotación hídrica necesaria para su normal desarrollo.
Fuerte sensación de que el protagonismo del vino en nuestros hábitos de consumo está cediendo relevancia, no tanto frente a la alternativa de otro tipo de bebidas, como ante la voluntad de reducir el consumo de alcohol o la de emplear esa renta que iba al vino en otros bienes y servicios de mayor necesidad.
Aumento de unos costes de producción que no son posibles repercutir en el precio del producto final en toda su magnitud. Generando una constante degradación de la cadena de valor que acaba situando al último eslabón de la cadena (el viticultor) en un escenario de márgenes irrisorios o incluso negativos. Sólo sostenibles gracias a que, en muchas ocasiones, se trata de una actividad secundaria que distorsiona el mercado, haciéndolo poco atractivo para el imperioso relevo generacional.
Procedimientos administrativos tediosos que acaban dejando en el aire dotaciones económicas ante la imposibilidad de cumplir con los requisitos impuestos. La mayoría de las veces carentes de una mínima armonización que los haga eficaces y que acaban teniendo efectos contrarios a los buscados.
Requerimientos cada vez más estrictos en la designación y presentación de los vinos, difícilmente entendibles por la mayoría de unos consumidores a los que, teóricamente, se les intenta proteger, y que lo único que se les genera es un mayor temor, ante la sensación de estar consumiendo un producto alejado de la alimentación y origen de un sinfín de males relacionados con la salud.
Panorama mundial inestable, alejado de los ciclos económicos tal y como los conocíamos hasta ahora y que hace imprevisible el futuro y le privan de la mínima estabilidad que, al menos hasta ahora, necesitaba el mercado para atraer inversiones con las que desarrollarse.
Todo ello nos lleva a escenarios de cosechas históricamente bajas y mercados paralizados que conllevan cotizaciones en mínimos para sus vinos. Rompiendo así lo que sería la ley de la oferta y la demanda y evidenciando la catalogación como bien sustitutivo. Convirtiendo en irrelevantes las estimaciones de cosecha y generando fuertes tensiones que desembocan en altercados públicos (como los recientemente ocurridos en Francia con el derrame de vino español y demanda de políticas proteccionistas en un mercado único).
Incoherencias que se suceden unas tras otras, como la propia política monetaria seguida por el Banco Central Europeo, que busca estrangular la economía para controlar una inflación desigual en los Estados Miembros y cuyos efectos están resultando muy limitados en su objetivo y gravemente perjudiciales para el desarrollo en un ambiente prebélico que requiere animar el consumo y no disminuir la producción.
Sin duda, muchos retos para un sector tan pequeño como el vitivinícola y en un país de nuestra influencia, pero que llevan marcándolo desde hace varios años y cuya solución excede ampliamente su capacidad. Una gran oportunidad para darle un giro e ir hacia esa revalorización tan cacareada y tan alejada de la realidad.