Algunas consecuencias estructurales

Bajo este panorama tan extraño que estamos viviendo, hay pocas cosas que nos puedan sorprender. Lo que no es óbice para que no estemos pendientes de algunas cuestiones relevantes para nuestro futuro. Que la recuperación del consumo interno vaya más lenta de lo previsto, que nuestras exportaciones estén viéndose afectadas negativamente en términos de volumen (pero muy positivamente si hablamos de valor). O que el mercado esté pesado, con pocas operaciones y cotizaciones estables. Son cuestiones que el tiempo acaba por ajustar a las circunstancias de cada momento.

Los consumidores han pisado el freno en el consumo. Pero quienes, de verdad, han optado por permanecer prudentes a la espera de acontecimientos son las bodegas. Con una, cada vez más, clara diferenciación entre la comercialización de los vinos blancos, en detrimento de los tintos; y una cosecha a la que a la menor producción de kilos de uva hay que añadirle un rendimiento en líquido por debajo del año pasado; así como una clara apuesta por la elaboración de mostos, como alternativa al mercado de vinos.

Mucho más importante resulta lo que suceda con nuestra estructura, con el número de bodegas o viticultores, pero, de manera muy especial, con nuestra superficie. Primero, porque se trata de un cultivo que, como hemos repetido en numerosas ocasiones, no es anual lo que obliga a planificar muy bien las decisiones. Segundo, porque su propia intervención limita cualquier actuación arbitraria sobre la superficie.

Así pues, adquiere especial notoriedad el hecho de que la superficie plantada de viñedo en España a final de la campaña 21/22 haya bajado en 7.989 hectáreas (-0’84%) pasando de las 945.770 de julio de 2021 a las 937.781 que existían el 31 de julio de 2022. No debería extrañarnos. Que el potencial vitícola haya quedado cifrado en 973.498 hectáreas, 7.815 (-0’80%) menos que la campaña anterior; tampoco. O que el Ministerio haya autorizado tan solo un 0’15% de nuevas plantaciones para el 2023: 1.407 hectáreas que están muy lejos del tope máximo permitido por la Unión Europea del uno por ciento.

Es cierto, y no debemos olvidarlo, que esta pérdida de superficie no tiene por qué tener un efecto directo sobre la producción. Lo sucedido en estos últimos cuarenta años, en los que hemos perdido cerca de cuatrocientas mil hectáreas y aumentado la producción en quince millones de hectolitros, resulta lo bastante contundente como para no dudar de que podamos estabilizar ese potencial de producción en cincuenta millones de hectolitros. Pero sus consecuencias sobre la despoblación, erosión del suelo y actividad económica, los tres pilares de la sostenibilidad; deberían hacernos reflexionar en un momento en el que la Política Agraria Común apuesta por la sostenibilidad como eje sobre el que girar.

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