Llega a su fin el mes de agosto y con él los remolques cargados de uva invaden nuestras carreteras y devuelven al sector a una realidad repleta de retos y objetivos con los que hacer frente a una nueva campaña, en la que la vuelta a la “normalidad” podría ser la mejor definición posible.
Retorno a una normalidad marcada por la climatología, con tormentas de verano, algún episodio de granizo y noches que comienzan a refrescar; permitiendo un correcto desarrollo del fruto en su trabajo por alcanzar los valores óptimos de maduración que hagan posible la obtención de excelentes productos con los que acudir al mercado.
Un mercado en el que la superación, todavía con grandes trabas en los hábitos de consumo impuestos por el Covid, muestra su lado más amable y devuelve la esperanza a unos bodegueros que confían en una rápida consolidación de la reactivación del consumo en la hostelería producida en los lugares de veraneo y que esperan trasladar a los grandes núcleos urbanos. Con la esperanza, nunca lo suficientemente valiente, de apuntalar lo que de bueno han traído estos más de dieciocho meses de sufrimiento, como es la potenciación del comercio online y el aumento en los momentos de consumo e ingesta de vino en los hogares.
Deseos que por más que estimaciones a la baja de producciones cercanas al quince por ciento en el conjunto nacional, con algunas regiones de gran valor en el panorama vitivinícola como Castilla-La Mancha donde podamos estar hablando de un veinticinco, o incluso superior en la segunda comunidad productora como es Extremadura; no han acabado por trasladarse al mercado. Donde los precios de sus uvas, mostos y vinos mantienen una tímida tendencia alcista que dista mucho de alcanzar niveles prepandémicos y satisfacer a unos viticultores que siguen siendo la parte más débil de esa cadena de valor y que les lleva a denunciar de manera reiterada que, ni Ley de la Cadena, ni el control de la AICA están sirviendo para que los contratos homologados que firman consigan evitar la venta a pérdidas y obtener una renta digna con la que asegurar el futuro de su explotación.
Cosechas ciertamente inferiores a las del año pasado en todos los grandes productores europeos, con descensos que llegan a superar el veinticinco por ciento en Francia o el diez en Italia. Recuperación del consumo, sostenimiento de las exportaciones, tendencia clara al alza de precios en mostos y vinos y unas existencias que, con ser superiores a las de otros años, tampoco es que sean inasumibles en un panorama optimista. Deberían haber generado un ambiente positivo, distendido, alegre y esperanzador. Situación claramente distante de una realidad marcada por denuncias constantes y acusaciones de abuso de posición dominante que hacen muy difícil la generación de ese ambiente de entendimiento y cordialidad necesario en cualquier proyecto que aspire a romper una endiablada espiral de bajos precios y ausencia de rentabilidad.
¿Qué tiene que suceder para que esto cambie?
Pues lo bien cierto es que resulta bastante complicado responder (o al menos para mí lo es) porque las circunstancias bajo las que desarrollar la actividad vitivinícola en España difícilmente pueden pensarse más favorables. Y, aun así, las partes vuelven a mostrar su incapacidad para alcanzar acuerdos que les ayuden a afrontar el futuro con unas mínimas garantías de éxito.
¿Cuántas oportunidades de estas nos quedan?