El sector reclama ayudas con las que salir del atolladero en el que se encuentra metido desde hace un año. Y todos los que lo integran, desde el más pequeño, hasta el más grande; desde el elaborador de vino de mesa, hasta la más prestigiosa denominación de origen; desde la región más productiva, hasta la menos; coinciden en que es imprescindible dotarlo de medidas extraordinarias con las que hacer frente a un grave problema sobre el que cabe la certeza de que es imposible que se solucione por sí mismo.
Concretar en cifras de euros y volúmenes de hectolitros cada una de las medidas no está resultando fácil. Quizás porque ya el año pasado se tuvieron que aplicar. O quizás, precisamente porque ya durante el ejercicio anterior se aplicaron y los resultados no fueron los esperados.
El caso es que, a las ya de por sí complicaciones que supone contar con unos recursos limitados (aunque para sí los quisieron otros) procedentes de unos fondos pensados para ayudar al sector a ser más competitivo, adecuándose al mercado con instalaciones, viñedos y acciones comerciales que mejoren su posicionamiento en volumen y valor; o a los habituales enfrentamientos regionales, en el reparto del sobre nacional, se han unido, en esta ocasión, la concepción diferente que sobre el modelo de negocio, tiene cada uno.
Y, aunque todos coinciden en que habrá que solucionar esta situación, no todos están por la labor de que la retracción de fondos de otras medidas que supone la aplicación de las extraordinarias deje sin recursos aquellas para las que sí fueron, al menos originalmente, concebidos. Abriéndose un cierto frente entre aquellas voces que apuestan por la retirada definitiva (destilación) y aquellas otras que se decantan por una ayuda que mejore su liquidez mediante una retirada temporal (inmovilización) que no suponga la destrucción de un producto que saldrá al mercado cuando, previsiblemente, esto haya pasado.
Nos hemos pasado doce meses analizando lo que va sucediendo e intentando concretar cuáles de los cambios que se han producido han venido para quedarse y cuáles son una mera consecuencia de la situación excepcional, siendo previsible que desaparezcan cuando recobremos una cierta normalidad. Pero de lo que nadie está hablando y, quizá deberíamos hacerlo, es de lo sucedido con la más importante de las medidas aplicadas, la destinada a la reestructuración y reconversión del viñedo, en la que llevamos gastados 2.352.887.944€ para 438.894 hectáreas, lo que arroja una ayuda media por hectárea de 5.361 euros.
Medida de la que, en diferente medida, todas las regiones se han visto beneficiadas. Unas por ser las que más ayuda por hectárea han percibido, caso de Canarias 14.050 o Galicia 13.544 €/ha. Otras por ser las que mayor porcentaje de su superficie han modificado, caso Extremadura 77,33% o Cataluña 66,57% y Aragón 63,80%. Otras por ser las que mayores hectáreas y ayuda han percibido, caso de Castilla-La Mancha con el 50,35% del total de los fondos y el 48,77 % de las hectáreas.
Lo que sin duda habla muy bien de la medida, lo necesaria que resultaba y lo repartido que ha estado su aplicación. Pero, ¿todo esto para qué?
Porque en todo este tiempo no hemos dejado de perder superficie, pasando de 1.175.085 de 2001 a 944.478 ha de 2020. Los precios de las uvas, lejos de mejorar, han empeorado. Las necesidades del consumo interno están cinco veces por debajo de nuestro potencial de producción y las exportaciones nos sitúan a la cola del precio medio. Eso sí, nuestro rendimiento ha pasado de 28,9 a 48,46 hl/ha.
la vinicultura española produciendo vinos afrancesados hace el ridículo.
¿Ayudas económicas para poder vender más barato?
El modelo de apoyo al vino a través del PASVE debería fijar otros objetivos, tal como sucede en las OPFHs.
Un modelo donde las OPV (Organización de Productores de Vino) presenten un programa de apoyo al vino con un objetivo claro: vinos de calidad y comercialización. El presupuesto de cada OPV dependería del valor de la producción comercializada (VPC).
Queda mucho por andar pero seria un enfoque de competitividad.