Si algo bueno está teniendo toda esta situación kafkiana que llevamos viviendo desde marzo, es que nos ha permitido cuestionárnoslo todo. Absolutamente. Sin más límite que nuestra propia imaginación. Dando por modificables comportamientos, modelos, libertades y derechos… que nunca antes hubiéramos puesto en entredicho.
Lo que, sin duda, tiene su lado positivo, ya que, desde esos nuevos planteamientos, es posible construir un futuro más eficiente y hacerlo de una manera mucho más rápida. El que salgamos fortalecidos de esta situación o más debilitados, al querer volver al punto de partida sin haber cambiado nada y teniendo que soportar todo lo que de negativo ha tenido, es una simple cuestión de que personas, pero también administraciones y sectores, como pudiera ser el nuestro, deberían plantearse y trabajar desde ya.
Sin saber muy bien cuál va a ser esa “nueva normalidad” que nos devuelva la inmunidad de grupo adquirida por una vacuna. Ni cuándo llegará. Está bien claro que, ni la economía, ni nuestros nervios, son capaces de soportar un estado de alarma constante y una limitación de uno de los derechos más básicos, como es el de libertad de movimiento. Uno de los que más nos ha costado alcanzar en la Unión Europea y que tuvo uno de sus máximos exponentes en el Acuerdo de Schengen, firmado en 1985 y que no entró en vigor hasta 1995.
Con nuestras miserias (cada uno tiene las suyas), todos los países de la Unión Europea han podido constatar que el tamaño sí importa. Y que, hacerle frente de manera colectiva al problema es mucho más efectivo que hacerlo individualmente. Circunstancias que, dicho sea de paso, son extrapolables a muchos otros ámbitos, como el vitivinícola. Pretender que un viticultor o bodeguero pudiera soportar la pérdida de consumo que ha supuesto el cierre global de la economía resultaba absurdo y hacía de las ayudas sectoriales una herramienta imprescindible con la que afrontar el primer golpe de esta situación, pero totalmente inútil para construir este futuro.
Es muy posible que la concentración, la digitalización, las nuevas formas de comercializar o la tipología de los vinos fueran temas que ya figuraban entre los objetivos inmediatos de nuestro sector. Que todo esto no haya más que supuesto un fuerte empujón que acorte significativamente los plazos. Pero hay otros asuntos como todos los relacionados con el consumo: hábitos, momentos, presentaciones, tamaños, imagen, valor, precios… que todavía tenemos por definir como sector y por los que no parece estar haciendo nadie nada.
Necesitamos medidas estructurales que vayan más allá de destilaciones, retiradas temporales o eliminación de una pequeñísima parte de la cosecha. Necesitamos definir qué producir, cuánto, a quién queremos vendérselo y a qué precio. Es fundamental una organización colectiva, una ordenación que evite acusaciones cruzadas sobre posibles distorsiones provocadas por una u otra región española. Todos somos sector, todos tenemos condiciones óptimas de cultivo y grandes oportunidades. Pero necesitamos un poco de organización y mucha voluntad de hacerlo.
Sinceramente, creo que la disensión y las acusaciones sobre quién está provocando qué no nos llevan a ningún sitio, debilitándonos a todos. Debemos ser conscientes de nuestras debilidades, pero también de nuestras fortalezas y trabajar conjuntamente por transformar las amenazas en oportunidades.
Estamos en un momento ideal para ello y tenemos que conseguir quitarnos la boina que nos impide abrir los ojos y mirar al futuro con algo más que bonitas palabras como solidaridad, sostenibilidad, ecología, dignidad… que son muy importantes pero que, individualmente, no son nada.
El precio medio por el que se exporta el vino español es una vergüenza.