Todos los años, llegado el momento de fijar los precios de la uva, nos enfrentamos a noticias que nos hablan de las protestas que los viticultores, a través de las organizaciones agrarias, convocan a las puertas de las principales bodegas españolas, especialmente en la primera región productora de nuestro país, pero no lo única. Una de las pocas oportunidades que tienen para intentar hacer oír sus voces, denunciando precios ruinosos que sitúan por debajo del umbral de sus propios costes de producción.
Cuando esta situación se produce de vez en cuando, podríamos considerar que entra dentro de lo normal, y que el mercado, en su teórico ajuste de la oferta y la demanda, ha determinado que de los actores implicados el que debe soportar la peor parte del acuerdo en esa ocasión ha sido el viticultor.
Cuando esta situación se convierte en endémica, repitiéndose año tras año, la circunstancia de que sean los agricultores los que se vean abocados a abandonar los cultivos, ante la certeza de tener que vender a pérdidas por resultar insuficientes, los precios que perciben por sus producciones; ya no se puede achacar al mercado. Es un asunto mucho más complejo que está relacionado con la competitividad. Entrando en juego costes que van mucho más allá de los estrictamente cuantificables, aquellos que bajo el epígrafe de intangibles referiríamos a la calidad, prestigio, reconocimiento, aspectos medioambientales…, incluso sociales.
Complicando sobremanera el asunto. Pues si, para unos no es rentable cultivar la viña a esos precios, para otros no es posible repercutir costes superiores en el producto porque son, directamente, expulsados del mercado.
¿Significa esto que deban ser los viticultores los que soporten todo el peso de nuestra falta de competitividad? Por supuesto que no. Al contrario, deberían ser los que, de alguna manera, tuvieran asegurada su continuidad, puesto que de ellos depende una parte muy importante de nuestra propia supervivencia. Son los guardianes de nuestro medioambiente y con su trabajo mantienen una cubierta vegetal sin cuya existencia estaríamos hablando de grandes eriales, donde sería prácticamente la fijación de ningún tipo de población.
Asumiendo esta situación como un hecho, llegamos, de manera irremediable a la otra gran cuestión: ¿quién paga todo esto? ¿El sector con sus Planes de Apoyo, destinando una parte de sus fondos a la ayuda medioambiental? ¿El Estado con sus impuestos directos sobre el medioambiente, o indirectos en sus Presupuestos Generales del Estado?
Fuera cual fuera la solución adoptada, tampoco convendría perder de vista que los costes de producción (de la uva, pero también del vino) deben ser acordes a los que disfrutan nuestros competidores. Y, en el caso de que no lo fueran, habría que plantearse medidas que nos condujeran a serlo en un futuro lo más inmediato posible.
Pensar en ayudas que salgan en auxilio de nuestro sector es un grave error. Situaciones como la que actualmente estamos viviendo, con graves problemas económicos que obligan a reducir presupuestos destinados a la PAC y aseguran que, de alguna manera el sector vitivinícola se verá afectado, es una realidad que debería incentivar a todos en la búsqueda de esa competitividad.
Como también reflexionar sobre si los cerca de mil trescientos millones de euros que gastaremos en reestructurar nuestro viñedo en 2023, buscaban mejorar la calidad de nuestros vinos, acercarnos a lo que demandan los mercados… o lo que hacían no era otra cosa que dotar a nuestras explotaciones del tamaño necesario para hacer de su actividad una profesión sustentada en la rentabilidad y precios competitivos.
Las exportaciones de vinos españoles bajan mientras suben las de los italianos. Por otro lado estamos importando mucho vino argentino. ¿Será que los vinos españoles ya no gustan?