Tal y como era de esperar, o al menos esa impresión me daba desde el principio, la Cumbre del Clima COP’25 ha acabado casi tal y como había empezado: a trompicones, con más postureo que resultados y constatando las grandes discrepancias que sobre el tema existen entre un pequeño puñado de países, pero extraordinariamente importantes, que se niegan a adoptar medidas que ayuden a luchar contra la emisión de carbono; y aquellos otros que, siendo muchos más, apenas tienen peso en sus consecuencias.
Dejando a un lado a los negacionistas y aquellos otros cuya ideología o intereses políticos y económicos se sitúan por encima de las consecuencias que para la humanidad pueda tener esta situación. No es posible negar que el clima está cambiando, y lo podemos llamar como se quiera, pero sus consecuencias son cada año más notorias.
Aunque tan palpables resultan estas evidencias, como rígida es la postura enrocada de un pequeño número de países que, aludiendo diferentes razones, se niegan a tomar medidas, esgrimiendo el bienestar de sus ciudadanos basado en el progreso económico de sus naciones y pasando por alto que el clima no entiende ni de fronteras, ni de nacionalidades.
La desaparición de las estaciones intermedias de primavera y otoño, temperaturas extremas en los meses de verano, traslación de las heladas invernales a los meses de primavera, concentración de las lluvias en episodios de gran intensidad… se manifiestan de manera inexcusable en el adelanto de las fechas de vendimia, aumento de la producción de azúcar (que luego será transformado en alcohol), disminución de la acidez o desarrollo de enfermedades.
La gran sensibilidad de la vitivinicultura a estos cambios hace que el sector esté tomando diferentes medidas encaminadas a paliar sus efectos.
Aumento del riego por goteo, protección contra el pedrisco y heladas, formación de los viticultores, traslación del viñedo hacia latitudes más elevadas, reorientación de las viñas, modificación en las técnicas de cultivo de poda o trabajo en los suelos, modificación de los clones de las variedades históricas o la plantación de otras más adecuadas, reducción de la huella de carbono por botella o la misma evolución hacia el cultivo ecológico.
Grandes y costosas medidas todas ellas que no hacen sino constatar la pérdida de unos de los mayores valores que tiene el vino: su origen y tradición. Dos valores sobre los que los expertos basan su estrategia de recuperación del consumo y valorización del producto y que en unos pocos años podríamos tener que estar replanteándonos todo lo hecho.
Tal y como decía el director general de la OIV, Pau Roca, en su intervención en la COP’25, el sector vitivinícola está tomando medidas y adaptándose a este nuevo escenario. Su éxito está garantizado, esto lo digo yo.
Pero cabe preguntarse ¿a qué precio?
Podemos plantar viñas en el Pirineo o en Gran Bretaña, bonito país que a partir del 31 de enero próximo pasará, más que probablemente, a ser un país tercero. Plantar otras variedades más resistentes y adaptadas a las nuevas condiciones de cultivo, o utilizar técnicas enológicas que corrijan las condiciones en las que llegan las uvas a la bodega. Los consumidores conocerán estos “nuevos vinos” y es posible que incluso estén más adaptados a sus gustos, con lo que el consumo puede que se recupere tímidamente (en contra de lo vaticinado por la UE en su último informe sobre Perspectivas de los Mercados Agrícolas 2019-2030 en el que cifra en 24,5 litros per cápita el consumo al final de este periodo frente los 25,3 actuales). Pero en este devenir de acontecimientos iremos perdiendo patrimonio vitivinícola, dejándonos una pequeña parte de lo que somos y que da valor a nuestro sector: su cultura.
Para este sector el cambio climático es mucho más que la subida de un grado o la posibilidad de comprar bonos de emisión y debemos luchar por protegerlo.
Esperando que así sea: ¡Feliz 2020!