Dejando a un lado cuestiones concretas de operatividad o pareceres sobre aquellos aspectos y su orden de actuación en los que debiera centrarse, la reciente sentencia de la Audiencia Nacional ratificando la legalidad de la “extensión de norma” de la Organización Interprofesional del Vino de España (OIVE) supone un verdadero espaldarazo al sector vitivinícola español.
Es importante entender que el sector se enfrenta a una situación muy delicada de desequilibrio entre lo producido y lo consumido. Que esta brecha está llamada a hacerse más grande en los próximos años, con la entrada en producción de nuevas y viejas hectáreas reestructuradas, con rendimientos que triplican, en el mejor de los casos, los históricos. A toda esa producción, que bien podría situarnos en niveles medios de cosecha por encima de los cincuenta y cinco millones y medio de hectolitros, con apenas poco más de diez de consumo, habrá que encontrarle acomodo. Y hacerlo en un entorno donde importantes países en los que hasta ahora el cultivo vitícola suponía una superficie anecdótica y a los que mirábamos con gran interés como mercados destino interesantes en los que colocar una parte de esa producción que no nos queda otra que exportar; países como Rusia o China; parecen haber tomado conciencia de sus posibilidades apostando por la viticultura y la elaboración. Producción que en un mercado globalizado, donde el consumo se mantiene estabilizado o con una ligerísima tendencia positiva, nos podría poner las cosas muy difíciles para un segmento muy importante de nuestras exportaciones, especialmente aquellas donde el precio es, prácticamente, el único factor diferenciador.
Contar con organizaciones que recauden pero que, también, gestionen adecuadamente esos recursos puede ser la única alternativa que nos quede como sector para alcanzar ese cambio que debe producirse en nuestra comercialización y mix de producto.
Sin adelantarnos a lo que vaya a suceder, parece que será irremediable que los mercados cambien en un periodo breve de tiempo, los canales de comercialización pondrán en valor aquellas herramientas que los hacen universales, los consumidores como individuos adquirirán más notoriedad y requerirán mayor protagonismo. Las producciones solo podrán orientarse atendiendo a criterios de eficiencia, bien por gran competitividad en los costes de producción que permitan ofrecer precios muy interesantes, bien por hechos diferenciadores que granjeen la atención de los consumidores.
Pretender afrontar esta revolución a la que nos enfrentamos desde un sector tradicional, altamente resistente a los cambios, con fuertes raíces en el origen y una profesionalización y estructura empresarial con escasos recursos, de manera individual; se asemeja bastante a lo que sería un suicidio colectivo, en el que solo los líderes salen airosos a costa de la gran masa que fenece anónimamente.
De la misma manera que necesitamos de grandes viticultores que pongan en valor la producción de uva dotándola de la rentabilidad necesaria que haga del cultivo de la viña una actividad empresarial. De bodegas capaces de realizar aquellas acciones comerciales con las que llegar a los consumidores con sus vinos y darles a conocer aquellos valores que los diferencian y engrandecen. Necesitamos de organizaciones con fuerza (recursos), locomotoras que marquen el camino por el que ir y permitan desarrollar a los consejos reguladores, bodegas y viticultores aquellas estrategias individualizadas acopladas a un mensaje y objetivo común en las que aprovechar sinergias.
El lado malo de esto es que hay que pagarlo. Y ya se sabe que cuando esto sucede, como con los impuestos, nunca llueve a gusto de todos y cada uno recaudaría y gastaría con una receta diferente. Pero, de momento, la que tenemos y debemos apoyar, es esta.