A pesar de los continuos crecimientos en los datos facilitados por el Ministerio de Agricultura en su estimación de cosecha, siendo la última publicada la correspondiente al 31 de marzo en su “Avance de superficies y producciones agrícolas” que cifra la producción nacional de vinos y mostos de la campaña 2018/19 en 50.355.364 hectolitros; 14.887.917 hl más que la anterior y un cuarenta y dos por ciento. Sería un tanto exagerado achacar a este dato la responsabilidad de la escasa actividad comercial que se desarrolla en nuestro país en estas últimas semanas.
Sabemos que las cifras tienen un lado psicológico que va más allá de lo estrictamente numérico y racional, y que superar barreras de decenas de millones de hectolitros, en este caso, pasando de los cuarenta y nueve a los cincuenta, provoca un efecto que no tendría ninguna justificación en los escasos 418.764 hectolitros que se ha incrementado con respecto a la estimación de diciembre que cifraba la producción de vino y mosto para nuestro país en 49.936.600 hl.
Aun así, la realidad es que la paralización de la actividad comercial comienza a ser preocupante. Restan apenas dos meses para que finalice la campaña y las existencias en poder de las bodegas mantienen en vilo a los gerentes, que temen unos depósitos llenos con los que recibir la nueva cosecha. Sin importar tanto cuál sea el volumen, como el hecho de que debamos ir dándole entrada a los mostos de una nueva vendimia, sin haber sido capaces de encontrarle acomodo a las anteriores.
Con más o menos convencimiento, todos los operadores parecen haber tomado conciencia de que los cincuenta millones de hectolitros han venido para quedarse. Que esta cifra no es fruto de una campaña excepcional y sí de una reestructuración de viñedo que ha elevado nuestros rendimientos muy por encima de los anteriores. Cuyas verdaderas consecuencias todavía están por conocerse dado que cien mil hectáreas se encuentran o recién entradas en producción o a punto de hacerlo.
Ante este panorama no es de extrañar que las cooperativas y principales organizaciones agrarias se hayan animado a proponer públicamente lo que ya llevaban unos cuantos meses barruntando y que no es otra cosa que la necesidad de autorregular la producción, ya sea mediante la retirada parcial de una parte de la producción, lo que antes de la reforma de la OCM eran los contratos de almacenamiento a largo plazo; o el destino obligatorio a la elaboración de otro producto que no sea vino.
Lo que en términos generales, y sin entrar en detalles nada baladís, supone un gran avance en un sector reacio a la autorregulación y acostumbrado a que sean las administraciones las que acabasen actuando. Tomar conciencia de la necesidad de ser él mismo el que debe establecer las normas bajo las que quiere operar es un gran paso que, confiemos, suponga el primero de un fructífero camino.