Antaño eran los partidos políticos los que, con sus líderes al frente, acudían a los pueblos a pedir el voto, a escuchar la demanda de sus gentes y asegurarles que desarrollarían políticas que los tuvieran en cuenta. El incumplimiento de esas promesas, elecciones tras elecciones, la fragmentación del voto, la aparición de nuevos partidos políticos, etc., es lo que ha acabado por llevar a esos pueblos que conforman la España despoblada, abandonada, ignorada a tomar la palabra y manifestarse por las calles de Madrid, donde se concentran los Ministerios, el Parlamento y todas las sedes de los partidos políticos, exigiéndoles que sean tenidas en cuenta sus necesidades y pongan fin a un despoblamiento que lleva camino de convertirse en un problema sin solución.
Muy posiblemente, porque así ha venido sucediendo, superadas las elecciones todo ese interés por conocer los problemas de nuestros agricultores, ganaderos y habitantes de nuestros pueblos, no sea más que un grato recuerdo de una infancia idealizada. La realidad de los despachos y la cuadratura de los presupuestos haga olvidar que existen extensas zonas de nuestra geografía cuyo sustento es la mejor herramienta de fijación de la población. Pero una parte de ese pueblo en el que reside la soberanía nacional se ha cansado de que le prometan y prometan hasta votar, y una vez votado no haya nada de lo prometido. Han tomado la iniciativa demandándoles soluciones a problemas concretos de educación, sanidad o herramientas básicas para el desarrollo de cualquier actividad empresarial como puedan ser carreteras o comunicaciones.
Desde el sector vitivinícola sabemos que necesitamos rentas dignas que hagan de nuestros viticultores verdaderos profesionales. Para ello hay que dotarles de medios y ayudas que les permitan vivir de sus viñedos, asegurándoles un futuro para sus hijos. Pagar la uva a los precios a los que se hace en la mayoría de nuestras comarcas no hace sino propiciar la actividad secundaria, basada en criterios sentimentales que permiten vender sus producciones a precios que si se tratara de una actividad principal y profesionalizada serían totalmente insostenibles.
Podemos entrar en discusiones bizantinas sobre si es imposible pagar la uva más cara siendo los precios a los que vendemos nuestros vinos los que son. Cuestionar si no venderíamos lo mismo subiéndolos veinte céntimos con los que generar esa riqueza en nuestro sector primario, siendo nosotros mismos los que nos estamos haciendo la competencia y generando una parte importante de ese problema de escaso valor de nuestra producción. Hasta plantearnos si deben ser nuestras administraciones, o el propio sector, quiénes con sus competencias, actuales o modificadas, dirijan ese cambio y diseñen la estrategia adecuada. Hasta confiar en que sea la naturaleza la que vaya poniendo solución a los problemas, con largos periodos de ausencia de lluvia como los que hemos vivido hasta hade apenas unos días y que han permitido la reactivación de la actividad comercial sin más futuro que el que lleve pareja la próxima cosecha.
En mi opinión, manifestaciones como las del pasado día 31 de marzo son convenientes y necesarias, pero sirven de muy poco si no vienen acompañadas de propuestas concretas sectoriales. Estoy cansado de escuchar esa lapidaria frase: “nosotros haremos lo que el sector quiera”. Faltaría más. Deben ser viticultores, bodegueros, distribuidores y exportadores… los que ordenen el sector. No es cuestión de decirle a cada uno lo que debe hacer o no, sino definir las reglas bajo las que deberá hacerlo cada uno y establecer medidas que ayuden a regular los mercados con acciones temporales o definitivas.
Queremos mejorar los precios de nuestros vinos para que nuestros viticultores tengan una renta que permita desarrollar una actividad profesional. Pero nos olvidamos de que corremos el peligro de que para entonces hayamos perdido un gran patrimonio vitícola.
De acuerdo con lo escrito