Que el sector vitivinícola está sometido a fuertes vaivenes que dificultan mucho la realización de cualquier tipo de previsiones a medio y largo plazo es un hecho incontestable. Lo que no evita que todos, en mayor o menor medida, lo intentemos, con vaticinios que en la mayoría de los casos difieren bastante de una realidad testaruda pues a la variabilidad propia de cualquier cultivo agrario se suman imponderables sociales y económicos.
Convendría reiterar la idea de que el vino ya no es un producto alimenticio de nuestra dieta diaria. Que su consumo se produce de manera esporádica y respondiendo a los criterios que le son propios a un bien de lujo. Por más que el precio de nuestros vinos diste mucho de esa imagen que todos tenemos de glamour y exclusividad de este tipo de bienes.
Aún así, como decía, no dejamos de empeñarnos en adelantarnos a los tiempos intentando cuantificar cuál será la producción de los próximos años, cuál su consumo o qué tipos de vinos serán los que presenten tendencia positiva y cuáles los que deberán ser actualizados.
Hace no más de diez años las personas pensantes de las administraciones que debían orientarnos sobre el camino que seguiría en las siguientes décadas el sector declaraban que el consumo de vino disminuiría porque el de baja calidad (entonces llamado de mesa) sería sustituido por el vino con Denominación de Origen. Que los vinos tintos darían paso a los blancos. Que las variedades internacionales les irían comiendo terreno a las autóctonas. O que la producción debería disminuir como consecuencia de la pérdida de superficie vitícola y el estancamiento de los rendimientos, directamente relacionados con la calidad de los vinos.
Ahora la Comisión Europea, a través de su informe “Perspectivas de los mercados agrarios a medio plazo 2018-2030” vaticina para este periodo de tiempo una ligera caída en la producción del 1,8% (3 Mhl) con respecto a los 168 millones de este año 2018; y una estabilidad en el consumo de 131 millones de hectolitros. Insistiendo sobre la globalización de los mercados con previsiones de crecimiento en las exportaciones de un 20,8% y de las importaciones del 7,1%. Siendo, junto con el 5,5% previsto para los rendimientos por hectárea que se situarían al final del periodo contemplado en 58 hl/ha, los únicos que crecen. Producción, anteriormente mencionada, consumo per cápita (-2,7%), otros usos (-16,7%), stocks finales (-1,9%) o el mismo desplazamiento de la producción de los países minoritarios (-11,1%) hacia los del Top5 (-1,3%).
¿Cuántas de estas previsiones se cumplirán?
Pues, como para dentro de doce años yo confío en estar todavía dándoles la matraca, lo veremos. Pero mucho me temo que muy pocas.
Primero porque los rendimientos es previsible que crezcan más, lo que supondrá un aumento de la producción por encima de los 170 millones de hectolitros. Segundo, porque no se están teniendo en consideración aspectos legales que podrían afectar mucho a la producción como pudiera ser la eliminación de las autorizaciones de plantación. Tercero, porque para aumentar nuestras exportaciones necesitamos, o bien que el consumo mundial crezca y lo acaparemos nosotros (cosa muy poco probable) o que el resto de países productores dejen de hacerlo; lo que no sé si visto lo sucedido con China, es todavía más difícil. Y cuarto, y último, porque no es cuestión de estar aburriéndoles con tantas cifras, porque respecto al consumo de vino es previsible que en algún momento comiencen a dar sus frutos las numerosas campañas que todos los países tradicionalmente productores están ejecutando para recuperar el consumo en sus países de origen.
Y, mientras el tiempo va pasando, mejor haríamos en centrarnos en ser más competitivos (que no es lo mismo que tener precios más bajos) y aumentar el consumo.