Los últimos datos publicados por el Ministerio de Agricultura referidos al valor bruto de la producción vitivinícola española del 2017 la sitúan en 1.561,1 millones de euros, frente los 1.182,4 M€ de la del 2016, lo que representa un crecimiento de algo más del treinta y dos por ciento. Un excelente dato que encuentra su principal explicación en el descenso de la producción al que se vio abocado el sector a nivel mundial, y de forma muy especial la Unión Europea, donde apenas se alcanzaron los ciento cincuenta y cinco millones de hectolitros frente los ciento setenta y cinco del año anterior.
Situación que, en términos generales, y siendo conscientes de que no son extrapolables a otras campañas, ni los datos pueden ser considerados de manera individualizada por países ya que el comercio exterior desempeña un papel transcendental en todo este asunto; debería hacernos reflexionar sobre dónde se encuentra el verdadero valor de la producción. Y yendo un poco más allá, cuál sería la estrategia que España, como país, y todas sus regiones, como núcleos de producción con características muy variopintas, deberíamos adoptar de cara a establecer una planificación común.
Claro que también los hay que consideran que eso de tener una estrategia común es imposible sin antes adoptar medidas dirigidas a alcanzar una cierta armonización que atiendan los diferentes modelos productivos. Tema que deberemos abordar con cierta responsabilidad y coherencia, ya que no resulta muy entendible que nos estemos lamentando de precios ruinosos y estemos con superproducciones que difícilmente encuentran acomodo en el mercado sin una rebaja de precios hasta niveles insostenibles por aquellos que están fuera de esos rendimientos.
Complicado, sin duda, el asunto. Pero que más tarde o más temprano deberemos abordar ante el peligro de que se hagan insostenibles los modelos tradicionales del sector vitivinícola de nuestro país.