Evolución sobre las vendimias

Septiembre va tocando su ocaso y las vendimias comienzan a ser una realidad generalizada en los caminos y lagares españoles.

A diferencia de lo que había venido sucediendo en los últimos años, en los que los adelantos sobre las fechas del anterior eran la tónica dominante, en esta ocasión las labores de vendimia han experimentado un retraso, con respecto al año precedente, que podríamos establecer (como valor medio) de entre dos y tres semanas. Lo que dicho así podría parecer mucho, pero que no hace sino devolver a las fechas “tradicionales” el momento de su recolección de la uva.

Vuelta a una normalidad que está siendo aprovechada por alguno para poner en tela de juicio todos esos comentarios que aludían a los efectos del cambio climático como responsable de esta anomalía. Aunque en nuestra opinión carezcan de fundamento tales valoraciones, ya que en este tema las conclusiones deben obtenerse tras el estudio de series históricas de un amplio periodo de años.

Sea como sea, el hecho es que no ha sido hasta finales de septiembre cuando la generalización de las vendimias ha llegado a España, y con ella la modificación de algunas de las estimaciones que sobre el volumen de cosecha se habían publicado. La más importante, sin duda alguna por el peso específico que tiene en el conjunto de la producción nacional, ha sido la realizada por las cooperativas de Castilla-La Mancha y que la eleva por encima de los veinticinco millones de hectolitros.

Lo que hace buena esa creencia de que cuando la cosecha apunta alta, acaba resultando más abultada de lo que se creía. Claro que, puestos a utilizar típicos tópicos de la vendimia, mejor haríamos si no proyectásemos lo que pueda suceder en esta región al resto de la producción nacional, y que dice que la cosecha de esta región viene a representar la mitad del total en España. Suposición que nos llevaría a una cosecha de cincuenta millones de hectolitros. Cifra muy bonita, pero extremadamente peligrosa y complicada a la que darle salida y que nos traería, previsiblemente, bajadas mucho más sustanciales en los precios de los vinos que las que estamos viviendo en los de las uvas y mostos.

De momento, todo lo que sabemos es que, salvo en aquellas zonas en los que existen contratos plurianuales por los que se fija el precio de la uva, o los pagados en aquellas comarcas y variedades donde las variaciones de producción han sido negativas o irrelevantes, las condiciones a las que están firmándose los contratos obligatorios entre bodega y viticultor están siéndolo a precios entre un catorce y un veinte por ciento inferiores a los del año pasado. Reducción que está por debajo de lo que se estima aumentará la cosecha pero que no satisface a nadie. A los viticultores porque consideran que son precios a los que es imposible mantener la rentabilidad del viñedo y a los bodegueros, porque supondrá costes de producción difícilmente defendibles en los mercados, especialmente internacionales que es donde se destinada el grueso de nuestra producción.

Y aunque no son pocas las voces que reclaman una ordenación de la producción, recomendando la desviación de partidas de uva a la elaboración de mostos, vinagres o vinos para la destilación; la falta de un plan concreto y la experiencia de otras campañas nos hacen ser muy reservados.

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