A mí me da la sensación que, desde el momento en el que nos tenemos que plantear cómo vender un producto, la cosa no va demasiado bien. Es algo así como asumir que no es lo suficientemente bueno en sí mismo y requiere de una serie de argumentos y comparaciones que venzan las importantes reticencias que genera su consumo.
Reconocer que venderlo como si fuese un refresco es contraproducente es explicarlo mucho mejor y de una forma muy directa y se consigue no ofender a nadie. Pero claro esas declaraciones las ha hecho Pedro Ballesteros, una de las personas que más conoce y predica en el sector vitivinícola y cualquiera de sus valoraciones son asumidas como una crítica constructiva sobre la que reflexionar y asumir como una cuestión sobre la que habrá que adoptar algún tipo de cambio.
Lo que en un sector tan endogámico como este, y en el que la autocrítica resulta tan extrañamente frecuente, no es mala cosa. Además su gran formación intelectual y visión global del mundo de vino le permite acercarse mucho más a la realidad de unos consumidores de lo que la mayoría de nosotros jamás soñaremos en alcanzar.
Dicho esto y sin restarle ni un solo ápice de razón a sus declaraciones realizadas con motivo de la celebración el pasado fin de semana en Logroño el IX Congreso Mundial del Vino Master of Wine, está claro que en el mundo, pero especialmente en esa parte de los llamados países tradicionalmente productores, tenemos un importante problema con la pérdida de consumo y la incorporación de nuevos consumidores. Llegar hasta ellos resulta muy complicado cuando la educación en su consumo que tenía lugar antaño en los hogares ha desaparecido y su consumo ha pasado de considerarse un alimento a un elemento de lujo. Con todas las consideraciones que esta transformación supone de cara a las características que se persiguen en su comercialización, el peso de los mensajes que se trasladan en su packaging, los estilos empleados en la comunicación o en el mismo canal de compra y ocasiones de consumo.
Efectivamente mi amigo Pedro Ballesteros, creo que me puedo permitir el lujo de considerarlo así, tiene razón en que es un error olvidar el contenido alcohólico del vino y que es necesario beberlo con “madurez, inteligencia, alegría y evitando malos efectos”, luchar porque los “jóvenes tengan más oportunidades, ganar más dinero, vivir mejor y sentirse mejor” y “cuando sean menos jóvenes, si a algunos les encanta el vino, lo consuman con inteligencia y responsabilidad”. Pero todos los que a través de grandes envases, pequeños o medianos venden vino saben que no es fácil. Que los mercados están saturados, que cada país y región tiene una imagen en los mercados con unas características de precio, calidad y valor diferentes; y que resultan extraordinariamente difíciles de cambiar.
Tenemos que asumir que, de manera muy similar a lo que ha pasado en la sociedad, en la que los cambios se han sucedido a velocidades de vértigo y valores fundamentales arraigados en su cultura han sido desplazados por otros apenas relevantes hace dos generaciones; en el consumo de vino, el aprendizaje que se adquiría en el hogar con la presencia diaria del vino y la gaseosa en la mesa ha desaparecido y empresas con importantes recursos en estudios del consumidor quieren llenar ese hueco, carro al que (de manera no siempre muy afortunada) muchas bodegas han querido subirse, viendo en esta tipología de producto una puerta de entrada a los jóvenes; nuevos consumidores por definición.
Efectivamente, cuando dejan de ser jóvenes, una parte importante de esos consumidores se interesa por el vino, viéndose atrapados por su cultura y ese consumo moderado e inteligente y responsable. Pero me pregunto ¿cómo llegamos a romper esa barrera de entrada que tiene el vino?