Se aproximan fechas de celebración familiar en las que el Vino ocupa un lugar preponderante en las mesas de todos los hogares. Son momentos en los que reflexionar y analizar los muchos logros conseguidos, así como identificar las grandes oportunidades que todavía nos presenta el mercado.
Cada uno en nuestra medida, nos acercaremos al vino y tendremos la ocasión de comprobar la excelente calidad de nuestros elaborados. Disfrutaremos con ellos y presumiremos de nuestros conocimientos, e incluso nos informaremos sobre alguna de las notas más características de los vinos o bodega de la que proceden para disponer de argumentos con los que mantener interesantes conversaciones y justificar nuestra sabia elección. Hasta los habrá que se acerquen al vino de forma totalmente extraordinaria, pues su consumo se reduce a momentos especiales y de celebración. Todos ellos encontrarán un vino que satisfaga sus aspiraciones.
Lástima que no seamos capaces desde la producción de trasladar también el mensaje de los precios tan competitivos que pagamos por ellos.
Somos el país productor que más bajos precios tenemos en el producto final, aquel que mayor oferta pone a disposición de los consumidores, con una banda amplia y caracterizada por una gran diversidad en el nivel bajo de precio. Y en cambio, no somos capaces de que los consumidores nos perciban como un producto barato. Más bien al contrario, cada vez más se extiende la creencia de que el precio del vino no para de subir, que sus bodegas disfrutan de cuentas de explotación boyantes que les permiten insultantes inversiones en la construcción de bodegas diseñadas por los más prestigiosos arquitectos mundiales, de las que presumen con orgullo y nos permiten disfrutar en múltiples actividades enoturísticas.
Momentos, por otro lado, que dejan una profunda huella en sus visitantes, con gratos recuerdos que les llevan a recordar la experiencia como una de las más gratificantes. El apego a la tierra, al origen y la variedad, el respeto al medioambiente y la necesidad de hacer del vino una actividad sostenible que garantice el futuro de nuestros hijos; son algunos de los valores que más marcan la experiencia turística, permaneciendo largo tiempo en la memoria.
Lamentablemente, en esta experiencia tan enriquecedora, el papel del viticultor apenas supera la barrera de lo anecdótico, de un sujeto imprescindible en esta obra, pero actor de reparto cuyo futuro parece ir ligado a la deslumbrante proyección de la bodega. Y, en buena lógica, así debería ser. No se entiende el sector vinícola sin el vitícola, ni la posibilidad de desarrollo sin una complicidad del viticultor, y aunque se han conseguidos importantes avances en estos últimos años, nuestro modelo sector dista mucho de reconocerle el protagonismo que merece y que hiciera posible el mantenimiento de una superficie vitícola que abandona ancestrales viñedos poco productivos por modernas explotaciones con rendimientos suficientes para asegurar su rentabilidad.
Asumir que somos un país productor, caracterizado por un gran número horas de sol y unas condiciones de cultivo casi idílicas va mucho más allá del número de hectáreas de superficie acogido al cultivo ecológico. Requiere de un conocimiento pormenorizado de las condiciones de cultivo que lleva aparejado el bajo rendimiento. Solo de esa manera es posible entender que el precio de nuestros vinos está muy lejos de su valor, y que superada la fase actual en la que nos encontramos de desarrollo comercial necesario para encontrarle acomodo a una producción que supera ampliamente las necesidades de nuestro mercado interno, será necesario profundizar en su cadena de valor y soñar con un sector estructurado y de esperanzador futuro en todas sus etapas.