Tener una cosecha tan corta como la que este año hemos obtenido en toda Europa es una cuestión que preocupa. Y no ya tanto por lo que pudiera suponer en el comercio y sus efectos sobre los precios en destino que pudieran acabar soportando los consumidores, como por las causas que han provocado esta situación. Lo que hace tan solo un decenio era cuestión discutible (y discutida) en muchos foros, donde se cuestionaba desde la existencia de un cambio climático hasta los efectos que este pudiera acabar teniendo en la vitivinicultura mundial. Hoy se ha convertido en una verdad irrefutable, de la que solo es posible discrepar en aquellas cuestiones relacionadas sobre la profundidad de los efectos que pudiera acabar teniendo o la capacidad del propio sector para adaptarse a estas nuevas circunstancias.
Y buena prueba de ello es la gran preocupación que existe entre los viticultores españoles que, no conformes con la pérdida de un veinte o incluso un treinta por ciento de su cosecha, lo que ha venido a añadir un nuevo problema a lo que ya sucediera en la campaña anterior; temen la memoria de la tierra y las consecuencias que esta pudiera tener sobre la campaña venidera y siguientes.
Es muy pronto, y resultaría temerario hablar de lo que pudiera suceder con la próxima cosecha. Pero los viticultores conocen bien su viñedo y saben que ni las lluvias están acompañando como para ver la solución a este periodo de sequía que vivimos en toda la geografía española, ni la tierra tiene la capacidad de recuperarse de manera inmediata. Es como un gran transatlántico cuyas maniobras resultan lentas en sus reacciones.
No hay duda de que, efectivamente, la situación difiere mucho ya se trae de una explotación en secano o regadío, pero ni tan siquiera estas últimas escapan a la alarmante situación que vivimos. La falta de lluvias hace que los acuíferos de los que se abastecen estén bastante esquilmados y que su capacidad para regar los viñedos corra peligro.
Ante esta situación no es de extrañar lo que está sucediendo con los vinos en origen, cuyas cotizaciones han aumentado de manera espectacular desde que se iniciara la campaña y actualmente no dan muestras de debilidad como para permitirnos pensar que vayan a bajar en las próximas semanas.
Desde el sector español se lleva años luchando por aumentar el valor añadido de nuestra producción. Unos aludiendo a la necesidad de trasladar graneles a envasados; otros, más precisos en sus aseveraciones, buscando la marca en el origen como factor de valor, olvidándose de cuál sea el tipo de envase (el granel también es un envase) en el que se venden. Actualmente tenemos una gran oportunidad de afianzar lo que ya algunas bodegas llevan años trabajando, hacerse un hueco en el mercado internacional olvidándose del camino fácil de vender a franceses o italianos (por citar los dos principales países compradores de vinos de bajo precio español) y llegar directamente al importador o distribuidor.
Pero no es una tarea ni rápida, ni sencilla. Requiere de mucho esfuerzo, un gran músculo para aguantar oscilaciones que no pueden trasladarse a los mercados de detalle y campañas como estas, con subidas en las cotizaciones de origen tan importantes, son un gran problema. Aun así hay muchas bodegas que lo están intentando, que han tomado su maleta repleta de muestras con la intención de situar su vino en los lineales de las principales cadenas internacionales. Incluso han asumido que esas muestras deben respetar el origen y la identidad varietal, pero que es posible adaptarlos a los gustos de los consumidores a los que van dirigidos.
Un camino marcado que admite pocas desviaciones y que, ni cosechas, ni precios, serán suficientes como para desviarnos.