Los que me conocen saben que siempre que me pongo delante de esta página lo hago con una doble intención: informar y despertar conciencias. No en vano, es relativamente frecuente que me hagan partícipe de sus problemas y me animen a denunciarlos en busca de una solución.
Somos un sector extraordinariamente atomizado, donde una información de calidad y fluida no es precisamente una de nuestras características y en el que los recursos que las bodegas, cooperativas y organizaciones agrarias disponen para la promoción y desarrollo de campañas colectivas, no son una de sus cualidades.
Necesitamos una organización que nos haga fuertes y que luche contra estas dos grandes carencias y al menos con esta finalidad fue creada la Interprofesional del Vino. Pero no es de la OIVE de la que les quiero hablar hoy, sino de la gran diferencia que nos separa a los que nos dedicamos al sector vitivinícola viviéndolo desde dentro, de los que están al otro lado del lineal, la carta de vino o la pantalla del móvil: los consumidores.
Vivimos dos realidades que distan mucho de parecerse y hablamos idiomas que, en la inmensa mayoría de los casos resultan incomprensibles para la otra parte. Y aprovecho esta referencia para una observación que en mi opinión resulta fundamental. Quienes consideren que la información va en una sola dirección producción-consumidor es que no entiende nada de comunicación y viven en otro planeta. Hoy, los consumidores nos hablan constantemente, nos gritan y nos piden ayuda.
Y es precisamente de eso de lo que les quería hablar. La pasada semana comentaba el peligro que corríamos con la proliferación de concursos de vino que está habiendo. No ya tanto por lo que de saturación en los consumidores pudiera ocasionar, que también, sino por la confusión que las diferencias entre los reglamentos de unos y otros genera.
Mi participación en algunos de ellos me permite decir, con rotunda contundencia, que todos persiguen un único objetivo: ayudar a vender más a las bodegas. Loable fin. La cuestión está en si lo consiguen, pues se antoja bastante complicado pensar que un consumidor que apenas conoce tres variedades, cinco denominaciones de origen y tiene entre sus marcas de cabecera seis o siete referencias; esté interesado en acceder a las bases (reglamento) de los concursos para conocer sus baremos de puntuación, número de medallas, tipos, número y cualificación de los catadores, etc.
Que son una herramienta que el consumidor valora y agradece, no hay duda teniendo en cuenta la gran influencia que algunos de ellos tienen entre los compradores de las grandes cadenas de distribución mundiales. Que sepa exactamente lo que hay detrás de esa pequeña etiqueta que identifica el premio obtenido por ese vino, una cuestión mucho más dudosa.
Cuando se crearon las denominaciones de origen, uno de sus principales objetivos era garantizar al consumidor la procedencia de ese vino y el cumplimiento de unas normas que aseguraran ciertas características de calidad intrínsecas a la zona y sus tradiciones. La proliferación de estas complicó su conocimiento e hizo que ese criterio perdiera efectividad.
¿Puede llegar a pasar que en un lineal (por mencionar algo muy visual) un alto porcentaje de los vinos allí expuestos tengan un sticker de algún concurso? ¿Qué efectividad tendrá entonces en el consumidor? ¿Las grandes cadenas pondrán condiciones a la hora de que se etiqueten los vinos con estos distintivos? ¿Dónde estará entonces el negocio?
Es mi opinión es un tema muy complejo que convendría no perderlo de vista.
Las Denominaciones de Origen no deberian garantizar solo la procedencia del vino sino un determinado estilo debido a una determinada variedad de uva, como sucede en Francia e Italia. El reglamento comunitario CE 607/2009 obliga a una peculiaridad y esto no se respecta… Es evidente que no se escucha al consumidor y este está substituyendo algo que no le merece confianza por la cerveza, el gin-tonic, etc..