¿Cuál es la cadena de valor?

La globalización de los mercados es una evidencia indiscutible e irremediable, que avanza a pasos agigantados y resistirse a ella no está al alcance de nadie. Ni tan siquiera de países tan importantes como Estados Unidos, por más que su candidato a presidente Donald Trump intente vendérselo así a sus potenciales votantes. Pero no se me asusten, que no les voy a hablar del Sr. Trump, ni tan siquiera del país al que todas las bodegas aspiran a tener entre sus clientes, ni de las posibles consecuencias que pudiera tener para el sector vitivinícola europeo su triunfo en las elecciones de noviembre. Mi reflexión es mucho menos profunda e inmediata.

Aspiramos a consolidarnos como el primer país del mundo en exportaciones vitivinícolas. A elevar el precio medio de nuestros productos vinícolas. Y, lo que es mucho más complicado, hacer todo esto sin perder ni un ápice de competitividad.

Para ello, sabemos que es imprescindible que nuestro crecimiento sea sostenible, moderado y acorde al resto de competidores. Y bajo estas premisas, las bodegas (las grandes que son las que marcan los precios en el mercado nacional y de exportación) plantean sus estrategias de campaña, que se inician con la fijación de los volúmenes a comprar de uva, los precios a los que lo van a hacer, y las posibles alternativas a la elaboración, como pudieran ser la adquisición de mostos o vinos ya terminados. Asimismo, establecen un adecuado calendario que permita mantener el ritmo de trabajo de sus centros de envasados sin que se produzcan roturas de stock.

Entre tanto, los viticultores, ajenos a todas estas circunstancias, exigen cotizaciones que les permitan hacer rentables sus explotaciones, viables y sostenibles medioambientalmente sus negocios. Comprendiendo muy mal (o sencillamente no entendiéndolo) que la ley de la oferta y la demanda, esa regla que les esgrimen cuando los compradores deben justificar bajadas de precios, no la utilicen con la misma soltura cuando debería servir para aumentarlos.

Claro que para explicarlo se utiliza con cierta ligereza el argumento de que los compradores no entienden aumentos de precio. Como si en las negociaciones con las grandes cadenas de distribución, ya sea a nivel mundial o nacional, fueran las únicas que impusieran las condiciones y la capacidad de las bodegas quedara limitada a matizar pequeños aspectos, como campañas de promoción, condiciones de pago, logística u otros detalles que nada tengan que ver con el precio. Y aunque es verdad que la balanza no está equilibrada y que el mercado se caracteriza porque quien “manda” es el comprador, la posibilidad de subir los precios siempre existe. También para nuestras bodegas.

Con prudencia, dentro de unos márgenes y sin pretender saltarse los límites fijados en la horquilla de precio de tu producto. Pero existen.

Lo que sucede es que las empresas, al igual que su objetivo debe ser la maximización del beneficio (eso me enseñaron a mí), sus decisiones deben estar avaladas por el cumplimiento de un principio de prudencia. Trasladar los riesgos reduciendo costes fijos y de almacenamiento ha sido una práctica muy extendida en estos últimos años por las bodegas españolas, que abastecidas de aquellas partidas de uvas, mostos o vino de características especiales, han dejado para más adelante la compra de todo aquello que tienen la certeza de encontrar a lo largo de la campaña, conforme vayan teniendo necesidad.

Política que, por otra parte, no dista mucho de la que tienen con ellas sus compradores y que encuentra su punto de no retorno en el viticultor. ¿Falla la cadena de valor? ¿Es posible otra? Son cuestiones que van mucho más allá de una campaña y que deberían hacernos reflexionar.

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