Aunque no disponemos, todavía, de datos concretos sobre cuál ha sido el volumen exportado, o al menos comprometido en estos dos primeros meses del año; todo parece indicar que ha sido bastante. Tanto como para hacer reaccionar a unas cotizaciones que se mantenían anodinas ante el paso del tiempo y la publicación de informaciones que hacían referencia a existencias y producciones. El aumento de las cotizaciones y las diversas declaraciones procedentes de la producción anunciando un ajetreado comercio y unas disponibilidades bastante mermadas son dos buenos argumentos para creer el mensaje.
La duda viene ahora sobre si la reacción de los precios ha acabado, o por el contrario, seguirá su senda alcista en los próximos meses, confirmando la fortaleza de la propiedad. Cuestión que, en mi opinión, dependerá más de la evolución del viñedo de cara a la nueva cosecha, que de lo obtenido en la pasada vendimia. Salvo, claro está, que por alguna extraña razón el mercado exterior comenzara a tirar con gran fuerza de nuestras disponibilidades, dejados llevar por las estimaciones de producción en el Hemisferio Sur. Lo que, de momento, resulta poco probable, pero que visto lo visto, es mejor no descartar nunca, ya que este sector es de todo, menos previsible.
No obstante, deberíamos seguir insistiendo en la necesidad de reflexionar sobre lo que queremos para nuestro sector en un horizonte a medio plazo. Mantener el potencial de producción en las 958.697 hectáreas en la campaña 2014/15 con apenas ochenta y una menos que en la anterior, es un excelente dato si tenemos en cuenta que a nivel europeo se han perdido 23.338 hectáreas con respecto a la 2013/14. Lo que nos sitúa entre Francia, país en el que el potencial de superficie ha aumentado en 1.484 hectáreas, y lo que registran Portugal o Italia, donde 20.003 y 4.109, respectivamente, son las hectáreas de viñedo que cada uno de estos dos países han perdido.
Sacar la conclusión de que el sector vitivinícola español es un sector con una proyección de futuro positiva y con un tejido empresarial que sigue apostando por él, podría ser un tanto atrevido. Ya que también cabría la posibilidad de considerar que esta estabilidad tiene su origen más en la estructura familiar y tradicional de nuestros viticultores y mucho menos en la visión empresarial, donde más del sesenta y cinco por ciento de la producción se encuentra en manos de cooperativistas con una débil concepción empresarial.
Cuáles serán las consecuencias que esta estabilidad en la superficie tenga sobre la producción es otra de las cuestiones a analizar. Ya que, si bien lo deseable sería pensar que los viticultores lo que buscan es mantener los bajos rendimientos que históricamente nos han venido caracterizando (y en los que han encontrado justificación las calidades esgrimidas por muchas bodegas en sus vinos); también caben serías posibilidades de plantearse que lo sucedido en estos últimos diez años, en los que hemos perdido un cuarto de la superficie y aumentado un cuarto la producción, seguirá produciéndose en los próximos. Especialmente en aquellas hectáreas sujetas a planes de reconversión y reestructuración y que amenazan con entrar en producción en cinco o seis años llevando al potencial de producción por encima de los cincuenta o, incluso, cincuenta y cuatro millones de hectolitros.
Afortunadamente, lo que sí parece asegurado es que dispondremos de un volumen suficiente para garantizarnos la competitividad en todos los productos, desde los vinos de gran calidad, hasta aquellos destinados a mostos o la destilación para la obtención de alcoholes de uso de boca. Lo que nos lleva a dos cuestiones básicas sobre las que deberían trabajar nuestras administraciones: la exigencia legal de que sean estos productos los que se utilicen en la elaboración vitivinícola, y la conveniencia de encontrar el modo de disponer de una mínima planificación de la producción que garantice la rentabilidad.