Decir que una bodega, por emblemática que pueda ser, con su abandono de la Denominación de Origen, por notoria y representativa que resulte en los mercados, va a revolucionar el modelo y ponerlo patas arribas podría llegar a ser un tanto exagerado. Lo que, por otro lado, no impide que actúe como una espoleta y esté poniendo de manifiesto la necesidad de darle una pensada al modelo de Indicaciones de Calidad que tenemos y redefinirlo hacia algo que esté mucho más adaptado a los actuales mercados, demanda y conocimientos de los consumidores, así como a los medios de producción y técnicos con los que cuentan viticultores y bodegueros.
Cada día son menos los que mantienen la creencia de que los rendimientos son un parámetro de calidad. Cada vez es más evidente que hay viñedos con bajos rendimientos cuya calidad apenas alcanza la mediocridad, y otros con producciones muy por encima de la media, de los que se obtienen grandes vinos. Y lo mismo podríamos decir de variedades, zonas de producción, bodegas, etc. Y a pesar de ello, estos indicativos siguen siendo utilizados para ponerles límites a viticultores y bodegueros en sus decisiones o señalar la calidad del producto.
Los consumidores apenas conocen más de cuatro o cinco denominaciones de origen o varietales. El criterio de compra más extendido sigue siendo el del precio y cada vez más estudios coinciden en señalar la confusión en la identificación de un vino como uno de los grandes problemas a los que se enfrenta el consumidor en la elección de una botella de vino, llegando a cuestionar seriamente la lógica relación calidad/precio que debería existir.
Pero, por otro lado, ese consumidor sigue considerando algunos orígenes como un alto valor añadido en determinados vinos que le empuja a su elección, especialmente cuando el criterio de compra no es el consumo propio sino el obsequio a un tercero.
El problema está en que ni el interés del consumidor es lo suficientemente alto como para estar soportando muchas experiencia de prueba/error, ni los mensajes que percibe le resultan enriquecedores, más bien todo lo contrario: destructivos y negativos.
Encontrar un mensaje único que beneficie a todo el sector podría parecer tarea complicada y, en cambio, es tal la confusión que les generamos a los consumidores que, en mi opinión, bastaría con algo muy sencillo y que destacara alguna de las gratificantes emociones que pueden sentirse con una copa de vino, para fortalecer la percepción del mundo del vino que tienen.
Y es que resulta curioso cuán diferente es la realidad que vive el sector y la valoración que del mismo tienen la mayoría de los consumidores. Frente a los continuos lamentos sobre esta o aquella cuestión que nos encargamos en airear, como si buscáramos la complicidad de una opinión pública que no encontramos en nuestros argumentos, la gente de la calle valora al vino como un producto boyante, en alza, con un gran valor y al que rodea un gran boato.
Muy posiblemente todos y ninguno tendrán razón. Cada uno estará viendo una misma realidad desde dos puntos de vista bien distintos. Pero eso no hace sino decir muy poco de nosotros mismos, que lejos de tomar lo que de positivo tienen los mensajes y aprovecharlos como palanca con la que impulsarnos, nos empeñamos en insistir una y otra vez en nuestro mensaje negativo.
Todos nosotros tenemos amigos a los que cuando les preguntamos qué tal están, nos responden que ¡bueno, no estoy mal, pero tengo un pequeño constipado que no me deja dormir…! Y otros cuya respuesta es todo lo contrario, ¡de maravilla, voy a ver si me tomo un café que me espabile! ¿A cuál de los dos prefieren encontrarse?
¿Y nosotros? ¿Quiénes somos nosotros?