Por más peros que se le puedan poner a nuestras exportaciones, no hay nadie que esté en disposición de renunciar a ellas, es más, ni tan si quiera de cuestionar su utilidad. Los más atrevidos llegan a plantearse la necesidad de ir dándoles la vuelta, trasladando una buen parte de lo que actualmente se exporta como vino a granel, hacia el envasado. Otros, algo más intrépidos si cabe, llegan a cuestionar a quiénes vendemos nuestros vinos y comienzan a denunciar que hay que cambiar la estructura comercial de las bodegas españolas para conseguir salir a encontrar compradores, en lugar de, como venimos haciendo hasta ahora, esperar a que llamen a nuestra puerta para comprarnos. Y todos, en eso sí coinciden, resaltan su importancia y las señalan como la única alternativa que presenta el sector ante un mercado interior hundido.
Incluso los hay que se esmeran en analizar lo que está sucediendo en el mercado interior con el consumo de vino, las grandes dificultades con las que se enfrentan las bodegas a la hora de llegar a los jóvenes, o el escaso número de ocasiones en las que se consume por semana y los valores que aspiran a encontrar los consumidores en cada botella cuando la adquieren.
El problema está en que esto, más que una vía de solución al endemoniado problema de excedentes que tenemos en España, se ha convertido en una especie de bucle que se retroalimenta y se va haciendo cada vez más grande sin que nadie sepa muy bien por dónde meterle mano. Hasta el punto de que se ha invertido la cadena de valor en la formación del precio y, lo que debía ser una actividad empresarial rentable para todos los integrantes del proceso, se ha convertido en una especie de “potro de tortura” en el que cada colectivo, conforme va alejándose del consumidor, asume una mayor parte de las pérdidas.
Y aunque los hay que, ayudados por la misma Unión Europea que les condiciona en sus actuaciones y les impide desarrollar campañas a favor de recuperar el consumo de vino, han optado por reestructurar sus viñedos y pasar a producir tres, cuatro o incluso cinco veces lo que producían, con el único fin de generarse ingresos suficientes que garanticen su supervivencia. Esa alternativa se demuestra totalmente inapropiada para la colectividad e incluso llega a poner en serio peligro la supervivencia del modelo tradicional vitivinícola español de calidad.
Producir a precio puede ser una alternativa para algunas bodegas y viticultores, pero nunca (en mi opinión) puede ser un modelo para un país, regiones o provincias como las españolas. Tenemos que entender que de la misma manera que en los años noventa los vinos españoles fueron ocupando el lugar que hasta entonces habían ocupado los italianos como productores de vinos con apenas valor añadido, llegarán otros que hagan lo mismo con nosotros. Y aunque hay quien, que de una forma muy optimista, piensa que eso sucederá cuando nosotros vayamos abandonando ese mercado porque vamos mejorando el valor añadido de nuestros elaborados; también los hay que consideran que las condiciones del mercado han cambiado, que nos enfrentamos a una saturación mucho mayor de la que entonces había, que los procesos se suceden de una forma mucho más rápida y que esta evolución supondrá que muchas hectáreas, bodegueros y cooperativas se queden por el camino. Y con ellos el papel medioambiental que representa en nuestra geografía el viñedo y su capacidad para la fijación de población al medio rural, que la mala situación económica vivida en estos últimos años ha ayudado a mantener a pesar de su rentabilidad negativa.
Si queremos felicitarnos por los datos de nuestras exportaciones, hagámoslo. Disfrutemos del momento. Pero seamos conscientes de que pende sobre nuestras cabezas como la Espada de Damocles.