Sabemos que el principal objetivo de cualquier empresa es maximizar el beneficio. O eso al menos era lo que nos explicaban en clase de Economía. También sabemos que la agricultura es una actividad cuyas reglas no siempre responden a criterios económicos, donde aspectos sociales, medioambientales y sentimentales permiten actividades que bajo aspectos estrictamente empresariales serían del todo impensables. Consecuencia de los cual se producen distorsiones en el mercado, que condicionan la evolución de su conjunto.
Así se explica que vendamos la uva por debajo de sus propios costes de producción, nuestros vinos como los más baratos del mundo y nuestras exportaciones vayan encaminadas a llenar las botellas de aquellos a quienes aspiramos a sustituir en los mercados internacionales.
Pero tampoco hay que perder de vista la evolución que el sector ha tenido en las últimas décadas, donde la tecnificación en los viñedos, en buena parte gracias a las ayudas europeas con los planes de reconversión y reestructuración, ha hecho posible el milagro de los panes y los peces. Es decir, perder un treinta por ciento de la superficie y aumentar la producción en unos porcentajes similares. Lástima que ese milagro no haya tenido su traslación a los precios, cuyos valores unitarios apenas han disfrutado de algún pequeño incremento, motivado por los vaivenes de las cosechas (por otra parte cada vez más homogéneas).
Producir más parece que ha sido la única opción que les quedaba a nuestros viticultores para mantener sus cultivos. ¿A base de qué? Pues sin duda, a costa de una actividad secundaria, que permite situaciones que un mercado no admitiría. O de incrementar los rendimientos de las parcelas hasta niveles inimaginables, con las consiguientes consecuencias agronómicas sobre el suelo y el fruto.
Es fácil señalar a las bodegas como las culpables de esta situación. Acusarlas de que abusan del “pobre” viticultor y señalarlas como las “sanguijuelas” de un sector que tiene basado su negocio en la producción y venta de mucho vino barato. Y es muy posible que así sea, y que la política de algunas bodegas debiera ser revisada y adecuada a una corresponsabilidad acorde a la demanda de una sociedad que busca mayores cuotas de cooperación y correlación. ¿Pero solo de ellas? ¿El viticultor que está dispuesto a vender el fruto de su trabajo a semejantes precios no tiene ninguna responsabilidad?
No hay duda de que la tecnificación en nuestras bodegas las ha situado en los niveles más altos, comprables con las avanzadas del mundo. Como tampoco de que España dispone de unas condiciones naturales idóneas para el cultivo de la viña. Pero nuestro sector sigue sin abordar el problema de la comunicación como un reto, como un objetivo al que dedicar sus inversiones, como un fin prioritario con el que posicionar y valorizar sus producciones.
Dentro de unos pocos meses, si todo sale como está previsto, la Organización Interprofesional del Vino Española (OIVE) comenzará a recaudar fondos, pondrá en marcha campañas destinadas a recuperar el consumo de vino en el mercado interno y a intentar llegar a los jóvenes. ¿Pero qué harán las bodegas? ¿Pagar los céntimos que les correspondan? Mal.
Si queremos cambiar algo en el sector necesitamos mucho más que campañas, necesitamos concienciación sobre lo que es el vino actualmente, lo que representa para nuestros consumidores y la forma en la que estamos llegando a ellos. Las acciones colectivas son imprescindibles. Pero no más que las de cada una de las bodegas y cooperativas por adecuarse a las nuevas circunstancias del mercado y demandas de los consumidores. Y si queremos tener alguna mínima posibilidad de éxito en esas políticas, subir el precio al que están pagándose las uvas debe ser prioritario.