Vender, vender y vender. Estas son las tres principales preocupaciones de nuestro sector y en las que venimos centrando todos nuestros esfuerzos desde hace años con resultados que podríamos calificar de poco gratificantes (si queremos ser benévolos) y decepcionantes si consideramos lo sucedido con la colocación de nuestra producción.
Hemos invertido grandes cantidades de dinero en dotar a nuestras bodegas de la última tecnología, incluso profesionalizando su elaboración hasta el punto de conseguir que prácticamente todas ellas tengan un enólogo de manera permanente al frente. Hemos transformado nuestro viñedo hacia variedades más afamadas, aunque en algunos momentos nos hayamos olvidado de lo que nos ha sido propio en cada zona; mejorado nuestras técnicas de cultivo, haciendo posibles rendimientos que no nos hubiésemos atrevido a soñar hace apenas uno o dos lustros. Pero nos hemos olvidado, o no hemos sabido hacerlo, de que había que salir a vender a un mercado cuyos consumidores y distribución han cambiado a más velocidad todavía que el propio sector. Invirtiendo poco en marketing y utilizando, en muchos casos, lenguajes incomprensibles por un consumidor que busca cosas muy diferentes en un vino a las que buscaban sus padres y abuelos.
¿Qué sucede cuando los intentos por valorizar nuestros productos y aumentar nuestras ventas no tienen resultados y hay que vender para conseguir efectivo con el que seguir con la actividad? ¿Se lo imaginan, verdad? Se recurre a la única alternativa posible: bajar los precios. Lo hicieron nuestras bodegas en los últimos meses de la pasada campaña, para eludir tener que asumir el coste de la entrega a una destilación sin retribución. Primero con precios tan incomprensibles como los treinta y un céntimos de euro el litro a los que se exportaron en agosto novecientos mil hectolitros de vino sin indicación geográfica o varietal a granel. Y luego con campañas en cadenas de distribución de implantación nacional con precios que muchas bodegas califican de “a pérdidas”.
La cuestión está en saber si son las cadenas las que lo están haciendo por debajo del precio de adquisición, o son las propias bodegas las que, acuciadas por cuestiones como tener que pagar la uva en un plazo máximo de treinta días, y ante la imposibilidad de acceder a líneas crediticias, se ven obligadas a vender sus vinos a cualquier precio con tal de cobrar en efectivo.
Sea como fuere, lo que está bastante claro es que nos en enfrentamos a un grave problema que deberemos solucionar de una forma conjunta. En el que no valen acciones individuales, ni son posibles resultados inmediatos. Son cuestiones que no son nuevas, de las que llevamos muchos años siendo conscientes y sabemos cuál es el único camino posible para superarlas. Y aunque en los últimos tiempos se han producido grandes avances en esta línea y es posible albergar la esperanza de que se vayan haciendo cosas, los resultados tardarán en llegar. Y mientras llegan, tenemos que ser conscientes de que hay que ir haciendo frente al día a día, por lo que no nos deberíamos sorprender al encontrarnos con situaciones como las descritas anteriormente. Lo que hay que tener presente es que tenemos un objetivo perfectamente definido, un plan pormenorizado establecido y una apuesta decidida por llevarlo a cabo; lo demás son los costes colaterales que deberemos ir sorteando como mejor podamos conforme se vayan presentado.
Tenemos calidad y volumen para poder hacerlo. Contamos con ayudas de la UE, que nos facilitan su ejecución. Elementos paralelos como el turismo, la gastronomía, o la imagen de país; que nos dan ventaja. Y lo que todavía es más importante: no tenemos más alternativa, hay que adaptarnos a los consumidores manteniendo nuestras señas de identidad y llegar a ellos con los medios y lenguajes acordes a los tiempos.