Todos los colectivos que integran el sector vitivinícola han saltado como resortes a la propuesta de un borrador de anteproyecto de ley (lo digo así para que sea más palpable el estado de tramitación en el que nos encontramos) en el que el vino saldría bastante perjudicado como consecuencia de equiparársele a las bebidas alcohólicas de alta graduación. Olvidándose de aquellas campañas de autocontrol que lleva a cabo el propio sector del vino (Wine In Moderation), o las de formación e información (“Saber beber, saber vivir”) que, también, desarrolla desde hace unos años. Y menoscabando el papel cultural y social que históricamente ha jugado en nuestra sociedad; despreciando datos estadísticos de consumo que evidencian el escaso papel que juega entre el consumo juvenil.
De todos, es muy posible que sea el propio sector el que más interés ha demostrado por llevar al vino a un terreno de consumo racional ligado a nuestras tradiciones y valores culturales. Y parece mucho más racional que se utilice como un ejemplo, que como producto a perseguir demonizándolo. Y aunque iniciativas se han tomado por parte de las diferentes organizaciones que representan las distintas sensibilidades del sector, mucho me temo que prevalecerán aspectos populistas y de interés político que se lleven por delante al vino. Pero no adelantemos acontecimientos y confiemos en el sentido común de nuestros representantes.
Personajes a los que, dicho sea de paso, se les llena la boca a la hora de hablar del vino y el papel social, económico, cultural, etnográfico, medioambiental, etc. que juega en nuestro entorno; pero que ante problemas tan importantes de producciones como los que estamos viendo, que se están mostrando muy superiores a lo que somos capaces de vender (y que no parece tenga su origen en unas causas circunstanciales y sí en cuestiones de índole estructural de reconversiones y reestructuraciones de nuestro viñedo); todo lo que saben decir es que muestran su apoyo, pero que debe ser el propio sector el que le ponga solución, que ellos carecen de competencias. Y de responsabilidad (me atrevo a decir yo). Porque, precisamente su falta de iniciativa y ponerse de lado ante los problemas, con políticas erráticas, es lo que nos ha conducido hasta esta situación.
Un buen ejemplo de esta política podría ser lo que está sucediendo con las exportaciones, balón de oxígeno de nuestro sector, salvación de nuestras bodegas y única forma de darle salida a las cosechas; menospreciando el mercado interno, ese de proximidad y cultural.
Los hechos son testaduros y han demostrado que transformar litros por botellas y acusar a quienes venden barato sus producciones es fácil de decir pero muy complicado de hacer; tarea de muchos, muchos años y que requiere de una política común y dirigida. Que desde luego no pasa por incrementar sus impuestos como muy posiblemente acabará sucediendo en Canarias y, confiemos, no acabe produciéndose en todo el territorio con la reforma fiscal que proyecta el Gobierno.
Y mientras estas aspiraciones se hacen realidad, ¿qué? Porque dentro de unas semanas tenemos las uvas entrando en las bodegas de nuevo y no parece que contemos ni con una sola idea brillante que impida que muchos viticultores no tengan a quien venderles las uvas, o que a los precios a los que lo hagan no estén muy por debajo de sus propios costes de producción.
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