Nos encontramos inmersos de lleno en las fechas en las que más vino consumimos. En los hogares, porque no hay mesa que no tenga, cada uno en función de sus posibilidades, una botella para presidir la mesa y que ponga el broche final a la comida. Y en los bares y restaurantes, porque es precisamente alrededor de ella sobre la que tiene lugar el encuentro entre compañeros y amigos que se desean lo mejor para el próximo año.
Y eso está bien, porque al menos en estas fechas recordamos que somos un país productor de vino, que este alimento forma parte de nuestras tradiciones y que su consumo resulta solo en raras ocasiones desproporcionado, siendo otras bebidas las responsables de consumos inadecuados de alcohol. Esto lo sabemos este año, pero también lo conocíamos el pasado, y hace una década y hace treinta años. Tiempo todo este en el que no hemos dejado de perder consumo, hasta situarnos en tasas de países sin tradición de producción vitivinícola pero que la suplen con una cultura vitivinícola que nos supera ampliamente.
Aprovechando estos buenos deseos para el próximo año, yo pediría que fuéramos conscientes de esta situación y que entre todos pusiéramos en marcha medidas dirigidas a recuperar el consumo de vino en España.
¿Cómo? Desde luego y sin dudar ni un ápice: desde el conocimiento y la educación. Lejos de anuncios que animen al consumo descontrolado de una bebida que requiere un cierto grado de conocimiento para poder ser reconocida en todo su esplendor. Pero con sencillez y humildad en los mensajes, despojándonos de viejos tapujos sobre cuestiones técnicas y centrándonos en la riqueza de la que es guardián el vino.
Para eso son necesarios todos los tipos de vino, viticultores, bodegas, cooperativas, distribuidores, consumidores… pues solo aportando cada uno ese matiz que enriquece culturalmente al vino seremos capaces de vencer tópicos de edades y momentos de consumo.
Desde luego que cada uno es libre de hacer lo que considere más oportuno para su negocio, sin más límite que lo que la ley le autorice. Pero si me permiten una opinión, mal vamos si nos valemos de la confusión para atraernos al consumidor.
Hemos criticado hasta la saciedad (incluso los hay que se han atrevido a señalarlo como causa de la escasa competitividad de nuestro sector) la existencia de un marco legislativo muy rígido. Pero en cambio, es posible realizar campañas de publicidad que señalen que un vino “no contiene aditivos” o que su uva ha sido “cultivada sin la utilización de productos agroquímicos”; como si los demás sí que los utilizasen. O lo que es mucho peor, como si no hubiese estamentos, certificados y sellos de calidad que permitieran garantizar al consumidor las características de las que hace gala.
Que el común de los mortales distinga entre un vino con D.O. y otro sin ella ya es un logro; que lo haga sobre si se trata de un vino del año, o con crianza (sin saber muy bien lo que eso significa) es para nota; pero que encima utilicemos esa confusión para hacerle pensar que el vino está elaborado con “polvitos”, que se trata de un producto que apenas tiene que ver con el esfuerzo de un viticultor que se ha dejado la vida en el campo por obtener uvas de excelente calidad y características particulares, para que se las paguen a precio de ruina; o que en las bodegas, nuestros enólogos se dedican a añadirle al mosto cantidad de productos químicos con los que conseguir su calidad; será legal, pero no es de recibo.
Estamos jugando con un consumidor que tiene una cultura vitivinícola muy escasa y flirtear con estos conceptos puede ser muy peligroso para un sector que lleva muchos años encontrando su acomodo en el mercado exterior, descuidando el mercado interno e invirtiendo grandes cantidades de dinero en lugares que se encuentran a miles de kilómetros de la tierra de la que proceden sus uvas y son elaborados sus vinos.