Adecuarse al mercado y ajustar la elaboración de los vinos a los nuevos momentos de consumo y gustos de los consumidores, es mucho más que una opción; sencillamente, es una necesidad que nos persigue desde la última OCM vitivinícola, aprobada el 1 de julio de 1998.
Veintiséis años en los que, dejando a un lado cuestiones filosóficas y definiciones sobre lo que es el vino y lo que representa en la sociedad del siglo XXI; no me atrevería a asegurar taxativamente que haya cumplido con los objetivos para la que fue aprobada.
Las necesidades de hoy en día no son las mismas que las de hace un cuarto de siglo, pero tampoco han cambiado tanto como para que una de las medidas estrellas contemplada en el documento elaborado por el aquel entonces comisario europeo de Agricultura, Franz Fischler: la de reestructuración y reconversión del viñedo, haya resultado tan poco eficaz.
El objetivo central de esta reforma era avanzar hacia una producción de mayor calidad, capaz de encontrar un hueco en la demanda del conjunto de los mercados mundiales y hacer frente a la creciente competencia de terceros países productores, como Argentina, Chile, Sudáfrica, Australia o los Estados Unidos, con un grado de competitividad mucho más elevado del que tenían los elaborados en la Unión Europea. Con la reconversión del viñedo, que tiene como objetivo la adaptación de la oferta a la demanda, favoreciendo la competitividad y el mantenimiento de sistemas de cultivo compatibles con el medio ambiente.
Sin embargo, según el informe especial “Reestructuración y plantación de viñedos en la UE”, elaborado por el Tribunal de Cuentas de la Unión Europea, del que ya en su momento nos hicimos eco en estas mismas páginas, se constatan algunas deficiencias de calado en la medida. Más necesaria que nunca vista la evolución que están teniendo los mercados y las cifras de una exportación que, aunque mejoran ligeramente las de meses anteriores, siguen poniendo de manifiesto una notable falta de competitividad. No ya sólo frente a esos “nuevos productores” a los que se señalaba como fuerte amenaza, sino ante nuestros propios socios comunitarios. Los que, frente la brusca caída provocada por la pandemia, han tenido un comportamiento notablemente mejor en la recuperación, en comparación a los vinos españoles.
Según aquel informe, en los planes de reestructuración y reconversión del viñedo no se definía, por parte de la Comisión, con suficiente claridad el modo en el que esta medida debía fomentar la competitividad, ni establecía indicadores para poder medirlo. Los beneficiarios no están obligados a informar sobre el resultado que ha tenido la aplicación de la medida, ni el modo en el que han mejorado su competitividad. Tampoco parecía que hubiese contribuido a mejorar la gestión de los recursos naturales de forma sostenible. Puesto que no evaluaron el impacto medioambiental que esta medida podría tener. Y, en su concesión, los requisitos medioambientales son escasos o inexistentes. Asegurando que “en determinadas circunstancias, incluso podrían ejercer el efecto contrario, como el cambio a variedades que necesitan más agua o la instalación de un sistema de riego”.