Si contemplamos los datos del consumo en España, nos encontramos en niveles apenas setecientos mil hectolitros menores a los de los peores tiempos de la reciente pandemia. Cuando, recordemos, el canal hostelería, tan importante para este sector, se encontraba cerrado y nosotros confinados.
Sin duda, un mal dato, al que algunos consiguen verle el lado bueno en el hecho de que, en los últimos cinco meses (desde noviembre de 2022), éste se ha estabilizado en el entorno de los 9’6 millones de hectolitros. Lo que parece estar siendo el “suelo del consumo de vino” en nuestro país.
Recientemente la Interprofesional del Vino ha recuperado parte de esa actividad que tan vivamente desarrolló hasta la pandemia y que parecía ir dando sus primeros resultados, con la recuperación de alrededor de un millón de hectolitros en el año 2019. Pero sus efectos no están siendo muy visibles y lo único que parecemos estar consiguiendo es contener la hemorragia, pero seguimos presentando un hematocrito bajo.
Si el dato es malo, porque no tenemos un suficiente número de glóbulos rojos, lo que en este símil nos llevaría a seguir destinando una cantidad importante de los fondos que se recaudan para llegar al consumidor y que se inicie o aumente el consumo de vino. O si, por el contrario, lo que nos está mostrando es la presencia de un trastorno mucho más grave y serio (que sería tanto como asumir que el consumo de vino está herido de muerte y su recuperación va a resultar larga, costosa y con un índice de éxito bajo). Depende de quién exprese su opinión.
Yo prefiero pensar que estamos hablando de una “anemia” que tiene su origen en numerosas circunstancias extraordinarias que pasarán en un corto plazo de tiempo. La normalidad no tardaría mucho en recuperarse y todas las medidas que desde el sector deban ser aplicadas lo sean de carácter temporal, como cosechas en verde o destilaciones.
Pero hay que entender que los haya que ya empiecen a plantearse la necesidad de ir barajando escenarios menos optimistas, en los que tengan que tomarse medidas mucho más traumáticas y relacionadas con aspectos estructurales como el propio potencial de producción que representa la superficie vitícola.