Los delicados equilibrios en los que se encuentra el sector vitivinícola dentro de la Unión Europea son tales que cualquier atisbo de cambios hace que nos tiemblen las piernas. Puesto que sabemos, o al menos podemos intuir con un alto grado de certeza, que cualquier reforma será a peor.
Si se trata de un tema presupuestario, veremos reducida la dotación, como ya ha sucedido con la reforma de la PAC y la puesta en marcha de las ISV para el periodo 2023-27; aumentadas las exigencias e impuestas condiciones tan generalistas que las hacen difícilmente aplicables en nuestro sector.
Si, por el contrario, se trata de un tema de protección, como son las propias indicaciones geográficas; la situación no es mucho mejor, y las amenazas sobre una modificación sustancial que cuestione la propia filosofía que supone una Denominación de Origen le sustraen importantes conceptos de su propia razón de ser, amenazando su diferenciación del resto de indicaciones de calidad y poniendo en peligro el reconocimiento de esas características diferenciadoras de las indicaciones vitivinícolas. Por no entrar en detalles más preocupantes como pudiera ser el que se pretenda centrar su relevancia en el papel de marca colectiva, obviando aspectos tan importantes como los de protección y cuidado sostenible (medioambiental, social y económico) o certificador; por citar algunos de ellos.
Claro que, si en lugar de centrarnos en estos aspectos propios del sector vitivinícola, nos fijamos en aquellos otros más generales relacionados con los impuestos o el etiquetado, entonces el futuro no solo es preocupante, sino que su aplicación pudiera tener consecuencias irreversibles, en un tiempo relativamente corto, que requeriría de otro tipo de ayudas dirigidas a paliar esas consecuencias.
Que el sector debe hacer frente a los cambios que se han producido en la propia concepción del vino y sus momentos de consumo; así como su contenido alcohólico; presenta algunos retos sociales que debe afrontar, preferiblemente, con una autorregulación. Que esa asunción venga condicionada por la intención de incluir al vino en el paquete de las drogas o el tabaco, aplicándosele las mismas normas encaminadas a reducir a la mínima expresión su consumo (cuestionando, me atrevería a decir, la propia cultura y tradición europea, y cayendo en el absurdo de considerar a todos los alcoholes iguales) es mucho más que “facilitar elecciones informadas al consumidor”. Es pretender dirigir al consumidor en sus elecciones de consumo.
Expulsar al vino del grupo de alimentos, pero exigirle un etiquetado alimenticio y aplicarle un sistema de calificación tipo Nutriscore en el etiquetado frontal, junto a la graduación y la información nutricional (calorías), así como la lista de ingredientes (aunque, de momento, nos permitan hacerlo de manera online con un código QR) es, en sí mismo, un absurdo al que algunos europarlamentarios no renuncian incluso a endurecer, bajo la presentación de una nueva propuesta legislativa dentro del Plan Europeo de Lucha contra el Cáncer.