Mucho más allá de lo que puede representar para el sector que el consumo de vino en los hogares españoles sea uno u otro, hay que reconocer que en él se asienta una buena parte del futuro de nuestra industria.
Es posible elaborar un producto, en este caso estamos hablando de vino, pero podríamos hacerlo de cualquier otro, con la intención de venderlo todo, o la mayoría, fuera de nuestras fronteras. Especialmente si se encuentra dentro de los denominados “no básicos”. Pero eso tiene muchos inconvenientes, quizá el primero de todos es lo que supone de internacionalización de nuestras bodegas, aspecto para el que el tamaño sí importa y que no es el más adecuado.
Que cerca del noventa por ciento de nuestras bodegas tengan alguna operación de exportación a lo largo del año, no significa que estén capacitadas para ello y mucho menos que lo hagan en las condiciones requeridas de valor añadido, creación de marca y sostenibilidad en el tiempo. Y, es que, como ya hemos comentado en alguna ocasión, no es lo mismo vender que te compren.
Ahora mismo, y por muchos años, aspirar a que, al menos la mitad de lo que producimos se consuma en España es una utopía que ninguna campaña va a tornar en posible. Pero no por ello hay que renunciar a conseguirlo y definir claramente los objetivos a medio y largo plazo que nos conduzcan en esa dirección.
Pasar de diez millones de hectolitros a veinte, representa duplicar el volumen consumido y aspirar a hacerlo manteniendo un consumo esporádico y festivo se antoja muy complicado. Actualmente consumimos medio litro a la semana por persona, lo que viene a ser cuatro copas que, distribuidas en el fin de semana, momento en el que se concentra el consumo, vienen a ser dos copas por cada sábado y domingo. Pasar a consumir una copa al día, aunque fuera cuando acaba la jornada de trabajo y mientras estamos esmerados en la cena o durante ella no parece tan complicado y nos llevaría a situarnos por encima de ese objetivo de los veinte millones de hectolitros.
Pero ello supondría devolver al vino a la cotidianidad de nuestras vidas, supondría que la presencia de una botella en los hogares donde hay niños no fuera considerado como una incitación al consumo de alcohol. Y eso no parece que esté en la mente de ningún político.
Unos porque se declaran abiertamente contrarios al vino y enarbolan la bandera de la lucha por reducir su consumo, aspirando, incluso, a su prohibición o la utilización de mensajes que alerten de los efectos perjudiciales que tiene un consumo moderado, aunque este no exista.
Otros porque en su defensa se quedan agazapados ante la posibilidad de ser acusados de incitar al alcoholismo, sin tener la valentía de defender un consumo moderado, racional, inteligente y con conocimiento, como pregona el propio sector.
Y, bajo este panorama, nos sorprendemos, los políticos los primeros, de que seamos, de entre los principales países elaboradores, el que menos consumo per cápita tiene, que seamos los que más barato vendemos el vino o que la uva se pague a precios ruinosos que ponen en serias dificultades el relevo generacional que tanto necesita el sector para su perduración y profesionalización.