Uno de los mantras a los que el sector del vino se enfrenta constantemente es el de la “Cultura del Vino”. Parece (o eso al menos se nos hace pensar desde los organismos que desarrollan estudios al respecto) que, si alguna vez conseguimos recuperar una parte del consumo del vino que nos hemos dejado con las dos últimas generaciones, esto vendrá de la mano de un mayor conocimiento global del alimento. O dicho de una manera mucho más coloquial: de mano de la Cultura del Vino.
Su complejidad y las barreras de acceso a su consumo que presenta lo erigen como un producto de complicado acceso, regido por múltiples paradigmas y variables sujetos al estilo de vida y tendencias de consumo.
Lo que contrasta directamente con algunas de las cuestiones planteadas por el estudio “Global trends in wine”, publicado por la consultora Wine Intelligence y en el que se concluye que “los consumidores, muy probablemente, tienen una menor necesidad de retener información sobre el vino, a causa de una mayor accesibilidad de la información inmediata y a mano a través de los dispositivos inteligentes”. Induciendo a pensar que los consumidores “pueden ser más aventureros sin tanta investigación previa”.
Lo que no debería ser necesariamente negativo para nuestros intereses, sino fuera por la escasa inversión realizada por el sector en las nuevas tecnologías y que, según exponía el vicepresidente de Ogilvy España, Jordi Urbea, recientemente en la 2ª Conferencia Catalana de la Comunicación del Vino, nuestras bodegas tienen pendiente “sacarle todo el jugo posible al Big Data con el que poder hacer comunicaciones específicas dirigidas a cada usuario”. Provocando que la elección de los vinos procedentes de países tradicionales como el nuestro, pueda ser percibido de manera negativa por unos consumidores que ni entienden, ni a los que les interesa el pasado más allá de cuestiones muy concretas y solo las experiencias y emociones que aspiran a obtener con cada botella de vino les motivan.
También podría resultar contraproducente para nuestros elaborados el hecho de cómo es percibido el vino por parte de los jóvenes, ya que lo encuadran como una bebida propia de gente mayor, donde la tradición podría no ser siempre un valor positivo y que podría ser una explicación al porqué de la gran evolución, especialmente de las etiquetas, pero también en todo lo que tiene que ver con el packaging.
Claro que, si consideramos otro de los grandes dogmas bajo los que se ha desarrollado la comunicación del vino en estos últimos lustros y que no es otro que el de la sencillez en los mensajes bajo el slogan “me gusta o no me gusta” a la hora de valorar los conocimientos y prejuicios con los que debe enfrentarse un consumidor a la elección de un vino; que los consumidores sepan cada vez menos de vino debería satisfacernos si, como afirma el estudio aludido, en cambio, se interesan más por él.
La conclusión de todo esto parece bastante sencilla y sería algo así como preguntarnos qué queremos desde el sector vitivinícola español: ¿Qué los consumidores cada vez sepan más de nuestros vinos, regiones, denominaciones, marcas o bodegas; o que se beba más y se vendan mejor nuestros vinos?
Como todo en esta vida, no creo que la respuesta sea tan sencilla como a simple vista parece. Está claro que todos queremos vender más y mejor, pero tampoco podemos olvidar que, sin un argumento de elección en el producto escogido que vaya más allá del precio o la novedad, es muy difícil generar la fidelidad suficiente con la que construir la masa crítica necesaria con la que hacer sostenible un negocio.
Muy posiblemente la solución esté en la combinación de estas dos visiones: conocimiento e interés. Definir qué, cómo, cuándo, dónde y quién es lo más difícil, pero hacerlo de una forma solidaria, con un objetivo claro y una estrategia de la que participen y se beneficien todos los integrantes de la cadena de valor es una necesidad cada vez más acuciante.