La pasada semana apuntábamos por encima el grave problema al que se enfrenta el modelo vitivinícola, especialmente el nuestro, con estructuras productivas e intereses que difícilmente pueden considerarse homogéneos y que, en cambio, son presentados de manera conjunta a la hora de analizar el presente y futuro de todo un país.
En mi opinión, uno de los primeros aspectos a tener en consideración al abordar este asunto es el del agua y su disponibilidad. Posiblemente sea porque vengo de una zona donde es un bien preciado y debemos “mendigar”, como si no fuera un bien básico y primario, su trasvase de otras comunidades autónomas. Pero sin entrar es cuestiones de índole política y el uso que hacen los partidos políticos regionales de este tema; al menos podremos coincidir en señalar que se trata de un asunto de vital importancia, y que está llamado a serlo todavía más en el futuro, conforme vayan sucediéndose los efectos provocados por el cambio climático.
Si asumimos este escenario como una base válida desde la que estructurar nuestra producción; no parece muy lógico que un país en el que el rendimiento medio estaba en los cuatro mil, cinco mil kilos por hectárea, tenga explotaciones que superan ampliamente los treinta mil. Porque una cosa sí es incuestionable, y es que, para producir, el agua es un bien imprescindible.
A pesar de que algunas de estas explotaciones superintensivas hayan nacido con el objeto de producciones muy concretas, cuyo destino está completamente alejado de la elaboración de vino para su consumo. Incluso en este caso, acaban restando la posibilidad a otras producciones de esta utilización.
Pero vamos a considerar que estamos en un mercado abierto, donde cada empresa es libre de jugarse su dinero y apostar por un modelo de producción propio. No parece muy razonable que a la hora de defender los intereses de un colectivo, en general, estas empresas totalmente alejadas de la generalidad deban ser tenidas en consideración y las soluciones sectoriales adoptadas en función de ellas.
Intuimos, porque saber no sabemos nada hasta que sucede, que el futuro del sector va por otro camino que el de la superproducción. Buscamos calidad y diferenciación que nos proporcionen valor. Estamos dispuestos a aportar una cantidad de la facturación en aras de conseguir este objetivo y en cambio no hacemos nada por poner coto a este aumento desmesurado de rendimientos.
Hasta ahora, los datos que hablan del consumo en España no han mejorado mucho. Todavía es pronto para que las campañas y los empeños que se están haciendo, den sus resultados. Se financian estudios para conocer cuáles son los costes de producción y, en consecuencia, conocer el precio mínimo al que vender una producción que debe otorgar a nuestros viticultores una renta digna. Hasta llegamos a sorprendernos de que quienes tienen herramientas con las que hacerlo, protejan la producción limitando rendimientos y prohibiendo nuevas plantaciones.
En cambio no nos sorprende encontrarnos con cosechas que rozan los cincuenta millones de hectolitros, todavía por debajo de otras históricas como la del 2013, precios de las uvas que descienden, ante la imposibilidad de vender nuestros elaborados en un mercado saturado y reducciones altamente preocupantes en la actividad comercial de nuestras bodegas, ante la presencia testimonial de operadores extranjeros.
Abordar los problemas de una forma simple es posible que sea la única salida. Pero hacerlo considerando que en España tenemos un solo modelo productivo y que en el análisis de las soluciones no deben tenerse en cuenta diferentes escenarios cada uno con sus intereses supone un riesgo que no tengo muy claro que nos podamos permitir.