Son innumerables las ocasiones en las que desde estas mismas páginas nos hemos referido a la necesidad de recuperar el consumo de vino en España. Y no ya tanto por el hecho de qué hacer con nuestros cincuenta millones de hectolitros que potencialmente tenemos, sino más bien por el peso cultural que en nuestra sociedad tiene.
Vender el vino (o cuántos productos y subproductos podamos obtener de las uvas) lo haremos de una manera u otra. Conseguiremos mejor precio y unas rentabilidades que nos permitan considerar al viñedo como un patrimonio familiar o simplemente un cultivo sostenido en el recuerdo de nuestros ascendientes. Pero lo haremos.
Necesitaremos depósitos y barricas donde almacenar lo no vendido en una cosecha para darle salida en la siguiente. O, por el contrario, habrá que acortar los periodos de crianza con el fin de atender la demanda. Pero acabaremos dándoles salida.
Nuestras afamadas zonas productoras seguirán abriéndose un hueco cada vez mayor en el mercado internacional avalado en la calidad y reconocimiento de sus vinos.
De igual manera, los grandes y cualificados empresarios vitivinícolas encontrarán la forma de hacer de sus bodegas rentables negocios con dividendos suculentos que hagan interesante su inversión.
Y hasta es posible que siga formando parte de nuestro acervo popular y familiar su presencia en los momentos extraordinarios de celebración.
Al fin y al cabo no podemos olvidar que nada, ni nadie, obliga a un viticultor a serlo, ni a una bodega a mantener su actividad. Si unos y otros lo hacen es porque existen razones que así lo recomiendan.
El problema está en que si esas razones están muy alejadas de las económicas de rentabilidad y sostenibilidad, las cosas se complican mucho y hacen muy difícil que su supervivencia se sostenga en el tiempo.
Sabemos, porque estamos cansados de oírlo, e incluso comprobarlo en algún otro sector, que las tradiciones están muy bien y conforman y un patrimonio cultural a proteger, pero que suponen un coste económico muy alto que los ciudadanos no están dispuestos a asumir de manera individualizada.
Cuando se produjo la modificación de la OCM vitivinícola y se establecieron los planes de apoyo al sector nacionales ya denunciamos que si se quería mantener el viñedo en algunas zonas que no eran rentables por una cuestión medioambiental, sería necesario establecer una ayuda para ello.
Ahora, o desde hace ya varios lustros, pero de forma mucho más evidente ahora con la entrada en funcionamiento de la Organización Interprofesional del Vino de España (OIVE) y su extensión de norma que hace obligatoria su contribución; el sector debe tomar medidas y definir lo que quiere que sea su futuro.
Realizar campañas de recuperación de consumo basadas en no sé qué conclusiones de un estudio, que cualquiera de los que estamos familiarizados con este sector podríamos elaborar en sus líneas generales, es necesario y recomendable. Hacerlo desde la planificación de lo que queremos ser en un horizonte de cinco, diez y veinte años, una necesidad a la que nadie parece prestarle mucha atención.
La falta de organización y planificación genera desorden e ineficacia, ausencia de sinergias y desigualdades entre los agentes implicados. En este sector vitivinícola sabemos muy bien de lo que hablamos porque lo llevamos sufriendo desde hace décadas, con precios ridículamente bajos que hacen imposible retribuciones sostenibles en el sector primario.
La pregunta es si estamos dispuestos a buscar una solución o volvemos a plantear un parche a esta situación.
¿Es lógico que la Ministra de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente presida la entrega del premio de la mejor bodega del 2017 a Garcia Carrión, que es la bodega que más barato vende? Concretamente su Cava Cabré i Sabaté se vende en la cadena de supermercados Mercadona a € 1,95!!!